Todas las democracias modernas deben contar con instituciones especializadas para cumplir con el monopolio de la coerción física, encargarse de la defensa externa de la nación, de la seguridad interna de los ciudadanos, así como de mantener el clima de seguridad para el funcionamiento de las instituciones republicanas. En nuestro caso se trata de la Fuerza Pública -conformada por las Fuerzas Armadas y la Policia Nacional- que ha tenido una particular historia de subordinación a las autoridades civiles, democráticamente electas, como corresponde a una democracia; eso explica porque somos el país de América Latina con menos golpes militares en su historia, aunque se hayan dado ocasionalmente lo que el historiador inglés Malcom Deas ha llamado ‘huelgas militares’, para referirse a tensiones entre algún alto oficial de las Fuerzas Militares y el Presidente de turno, que siempre se han resuelto con el predominio del gobernante civil.
Lo anterior es una tradición muy valiosa para nuestra democracia que se debe preservar; por ello creo que no es apropiado ni conveniente hablar de ‘cúpulas’ para la paz o para la guerra, porque lo que ha demostrado nuestra Fuerza Pública a lo largo del tiempo es una disposición de ella para cumplir con sus misiones constitucionales que en nuestro caso han estado muy marcadas por la persistencia de manifestaciones de violencia de distinto tipo -enfrentamientos violentos con presuntos o reales motivos políticos, presencia de modalidades de crimen organizado- y a pesar de lo esporádicas, desafíos a la seguridad nacional tanto en lo externo como en lo interno; pero especialmente han estado listas a colaborar en el desarrollo de las políticas públicas de los diferentes gobiernos. Por supuesto, como es normal en toda institución compuesta por seres humanos, ha habido en ocasiones excesos y violaciones de normas por algunos de sus miembros, pero la Fuerza Pública ha estado dispuesta a cooperar para que se investiguen o se separen de sus filas a quienes incurrieron en esas conductas.
En los últimos tiempos la Fuerza Pública comenzó a prepararse institucionalmente para los nuevos escenarios. Se ha venido produciendo un proceso de reforma y adecuación doctrinal y organizativa -también de modernización de su dotación-, para los nuevos desafíos de seguridad, tanto internos -persistencia de grupos guerrilleros como el ELN, la previsible presencia de disidentes de la guerrilla de las FARC, que el Ministerio de Defensa estima en un poco más de 1.700 de los cerca de 14.000 que dejaron las armas, grupos de crimen organizado ligados al control de rentas ilícitas como el narcotrafico, minería ilegal, extorsion y las viejas y nuevas modalidades de contrabando- como externos, que ligados a problemas limítrofes sin resolver, especialmente, colocan retos a nuestra integridad territorial. Pero nuestra Fuerza Pública es una garantía de que los colombianos podemos dormir tranquilos.
Mucho de lo anterior es un reto no sólo para la Fuerza Pública, sino para el Estado en su conjunto, porque depende del avance de las instituciones estatales de hacer presencia permanente en los territorios de nuestra agreste geografía y de esta manera construir en esos espacios la confianza de los ciudadanos allí presentes, casi siempre los más desprotegidos y olvidados de nuestras políticas públicas. Igualmente que nuestra política exterior este en sintonía y coordinación con la política de seguridad y defensa. En últimas, que haya unas políticas públicas coherentes para nuestro desarrollo y defensa de nuestra integridad.