Esta semana fuimos ilustrados los colombianos en el debate adelantado en la Corte Constitucional, acerca de las posiciones sobre cómo terminar con los cultivos de uso ilícito –ningún cultivo es ilícito per se, sino el uso que se hace de ellos-.
Quisiera señalar que no hay duda que son un problema de seguridad, de daño ambiental, de política exterior y de estímulo a comportamientos criminales, la presencia creciente de estos cultivos –especialmente de coca-; sobre esto no hay mayor debate, en la mayoría de los colombianos. La controversia surge es acerca de porqué se siembran los mismos y cómo enfrentar su erradicación y/o sustitución. Sobre lo primero, las tesis son que fueron importadas de otros países andinos por grupos de traficantes y así Colombia pasó de ser un país de procesamiento y transporte de la pasta de coca, para convertirse en país productor -acá se aprovechó la ausencia del Estado en múltiples espacios del territorio nacional, especialmente en zonas de colonización-. Otra interpretación dice que en algunas zonas, hasta donde llegó la influencia del imperio incaico, la expansión del cultivo de coca estuvo ligado a prácticas culturales –esto podría ser válido para ciertas zonas del sur del país donde hay presencia de comunidades indígenas-.
El debate sobre cómo erradicar los mismos se mueve en dos grandes ejes, en la medida en que se han convertido por acción de los traficantes en fuente de financiación de actores ilegales, incluidos los actores armados del conflicto interno, pero también de otros actores criminales se ha convertido en un problema de seguridad pública. El primer eje considera que se debe acudir a una erradicación forzosa, obligatoria, utilizando ya sea métodos manuales o incluyendo la utilización de productos químicos como el glifosato –por aplicación focalizada o por medio de aspersión aérea-. El otro eje plantea que se debe acudir a procesos de concertación con las comunidades y los cultivadores para que se realice una sustitución voluntaria, con el apoyo económico del Estado y con programas de sustitución, llamados comúnmente como de ‘desarrollo alternativo’. El Acuerdo de La Habana entre el Gobierno Nacional y las FARC prioriza esta última alternativa. Existen argumentos de orden económico, social, de seguridad, esgrimidos a favor y en contra de ambas opciones.
Pero hay un elemento fundamental a introducir: la necesidad del control estatal del territorio. La ausencia del Estado en muchos territorios es lo que permitió históricamente el desarrollo de estos cultivos de uso ilícito. Realmente se trata es de construir Estado en esos territorios, que es algo que va más allá de presencia de Fuerza Pública, es también presencia de la dimensión civil del Estado –justicia, educación, salud, mecanismos de convivencia- y presencia de inversión de capital privado que genere empleo y trabajo; sólo así se puede construir legitimidad en relación con el Estado, que es el almendrón de la eficacia y eficiencia del mismo. No es en zonas de presencia del Estado en los cuales estos cultivos se han sembrado y han permanecido. Igualmente, si no hay un control del Estado en los territorios, independiente del método utilizado para la erradicación y/o sustitución, es altamente probable que vuelvan a darse re-siembras de dichos cultivos o siembras en nuevas áreas.
Más allá de los métodos usados para la sustitución y/o erradicación -probablemente una mezcla de los mismos- que sirven para mostrar resultados de corto plazo, la prioridad es la estrategia de construir Estado en esos territorios, en lo cual pueden tener un rol importantes los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial – PEDETs-.