EN DEFENSA DE LA PAZ Y CONTRA LA CORRUPCIÓN

Opinión Por

Antes de que se haya podido siquiera implementar el Acuerdo de Paz las fuerzas de ultraderecha del país han desatado contra él todas las potencialidades del infierno.

No existe objetividad, ni confrontación de ideas, ni altas miras, ni una pizca del espíritu patriótico que se invoca, tras esta arremetida brutal que, como lo está haciendo Trump en los Estados Unidos con los avances sociales de Obama, pretende cancelar aquí toda posibilidad de que los colombianos podamos vivir al fin en una sociedad normal

Lamentablemente, y éste parece ser el signo de los tiempos que corren, al llamado de estas trompetas apocalípticas responden vastos sectores de las clases medias y de los estamentos más pobres del conglomerado social movidos por sentimientos de odio y rencor convertidos en “el eje de sentido” del devenir nacional durante el gobierno de Álvaro Uribe.

La oposición ha enfilado todos los cañones contra el presidente y la firma de la paz, su logro histórico. El Centro Democrático, que no es ni lo uno ni lo otro, ha sido capaz de proyectar durante la era Santos, contra él, vía twitter, y, sobre todo, a través de las redes sociales, todo género de acusaciones sin soporte en la realidad, aprovechando el anonimato y la  ausencia de responsabilidad individual, que conduce a la impunidad total de los internautas, sean éstos verdaderos o tan ficticios como las falacias, mentiras, medias verdades y falsedades que se empeñan en propalar.

La verdad incontrovertible es que el Estado no pudo aniquilar a las FARC durante más de medio siglo de confrontación. No fue capaz de derrotarlas ni de atraerlas hacia los escenarios de la democracia por la vía de la negociación política, pese a que cada gobierno lo intentó sin escatimar medios, esfuerzos, ni herramientas de persuasión.  

Esta guerra sangrienta y sin cuartel, no deja vencedores ni vencidos, solo perdedores.

En diez años, hasta 2014, el país había destinado 200 billones de pesos del erario público para mantener un enfrentamiento sin salida y además insostenible hacia adelante.

Las reparaciones administrativas de los afectados reconocidos oficialmente por hechos relacionados con la guerra desde 1985 costarán 50 billones de pesos.

El balance humano  trágico debería estar impreso a fuego en la conciencia y en el corazón de cada colombiano: más de ocho millones  ya registradas en la Unidad de Víctimas por delitos múltiples: desplazamiento forzado, amenazas, despojo y tortura, casi trescientas mil personas asesinadas, más de setenta y cinco mil congéneres desaparecidos, miles de secuestrados, mutilados por minas quiebrapatas, atentados terroristas y acciones de combate, mujeres violadas, niñas y niños reclutados a la fuerza, innumerables familias destruidas y catapultadas por la violencia hacia la miseria total y el no futuro.

No existe crimen por infame que parezca que haya dejado de ser cometido en el marco de esta barbarie. Así lo atestiguan las fosas comunes, los hornos crematorios y la memoria viva de los sobrevivientes.

A lo largo de media centuria larga nuestra gente campesina ha arrostrado las peores desgracias que se puedan imaginar y sufrido en carne viva horrores inimaginables.

El peso de la conflagración ha gravitado casi exclusivamente sobre los hombros de los más necesitados. Son ellos quienes han sido constreñidos a suministrar los jóvenes destinados al sacrificio. Soldados, policías y guerrilleros proceden de los mismos cinturones de pobreza y exclusión tanto urbanos como rurales.

Todos estos hechos tratan de ser desconocidos por una oposición sin escrúpulos éticos ni autoridad moral, que no logró hacer abortar el proceso de paz, hoy en plena implementación, y que pretende movilizar a la opinión, superponiendo para taparlo, al inmenso logro de la paz en etapa de consolidación, un tema muy sensible: la corrupción.

El asunto Odebrecht ha salpicado también al gobierno Santos, pero existe una distancia inconmensurable entre la forma en que el Presidente ha reaccionado abriendo todas las compuertas para que las investigaciones penales a cargo de la Fiscalía y la del Consejo Electoral puedan esclarecer los hechos y sancionar a los responsables, sean éstos quienes fueren. En contraste con la manera sistemática en que el gobierno de Uribe, con casi la mitad de sus más altos integrantes condenados por la justicia, ha pretendido deslegitimar a la jurisdicción, aduciendo persecución política,  allí, donde los Juzgadores comprobaron  la comisión de delitos gravísimos. Ni hablar de un Procurador destituido convertido en paladín de la moralidad pública.

La corrupción viene de muy atrás, ha podido florecer en una nación todavía en proceso de construcción, fragmentada, geográfica, política, cultural, económica y socialmente, con una economía volcada al favorecimiento de las élites que han concentrado y exprimido para sí los beneficios del modelo de desarrollo, y convertido el Estado en un botín.  Mientras las grandes mayorías sobreviven en condiciones de pobreza extrema o de mera subsistencia. Por añadidura en guerra y atravesada además de manera transversal por la violencia crónica, el narcotráfico, la insurgencia, el paramilitarismo y el crimen organizado que no deja de crecer.

Si no logramos aclimatar la paz y transformar la sociedad, serán irrelevantes todas las medidas punitivas contra el cáncer de la corrupción. Apliquémonos entonces a hacer bien la tarea.