Antes de que se extinga la atención de los colombianos y la oleada de sensibilidad que ha despertado la tragedia inmensa de Mocoa tenemos que hacer un alto para centrarnos en reflexionar como sociedad sobre las enseñanzas que deja y empezar a actuar ya.
No hay un minuto que perder ante la evidencia de que el país ocupa el quinto lugar entre las naciones de todo el planeta en materia de vulnerabilidad al cambio climático.
385 de nuestros municipios, según informe de la Universidad Nacional, han sido plantados en las riberas, dentro de los lechos, o en los cauces menores de los ríos.
Es decir, que millones de colombianos actualmente están expuestos a sufrir en cualquier momento el impacto devastador de hechos sobrevinientes similares a los de Mocoa, cuyos riesgos y la inminente amenaza de catástrofe habían sido no solo anunciados, sino demarcado y descrito con precisión en los análisis de varios geógrafos e ingenieros, entre ellos el del hidrólogo Abraham Salazar quien predijo también la avalancha de Armero en 1985, con fundamento en análisis científicos sin ser escuchado.
La furia de la naturaleza es tan solo uno de los desencadenantes de sucesos aciagos como el que hoy lamentamos.
En gran medida contribuye a desatarlos la mano del hombre a través de la deforestación para la siembra de cultivos ilícitos, la minería ilegal y el uso inadecuado de suelos de ladera destinados a la ganadería, el manejo deficiente o erróneo de los impactos ambientales, el descontrol del manejo del territorio y la mala planificación del desarrollo urbano.
Contribuyen a agravar esta situación crítica, la incompetencia y la deshonestidad que gravitan sobre el manejo de bienes y recursos públicos que, además resultan insuficientes. Al igual que la corrupción asociada a la politiquería, la fragmentación y fragilidad del Estado central, regional y local, su desvaída o nula presencia en las regiones, y la ausencia de coordinación entre las múltiples entidades y organismos de todos los niveles cuya función es la de prevenir y evitar las consecuencias funestas de los riesgos que nos acechan.
Aunque existe una institucionalidad que debería tener éxito en la tarea asignada de prevenir y mitigar los riesgos, y sin desconocer que se han dado pasos importantes y que la repuesta a la desventura de Mocoa del Presidente Santos y del gobierno en pleno ha sido ejemplar, es evidente que el sistema de mitigación y prevención funciona mal.
Armero, Salgar y Mocoa podrían replicarse de repente, no solo en las zonas más apartadas de nuestra accidentada geografía, sino en cualquiera de los casi 4 centenares de cabeceras urbanas, donde han sido inventariados, pero están lejos de ser conjurados peligros de dimensión apocalíptica.
Los pueblos no tienen memoria. Las aguas sí. Armero había sido destruido tres veces por avalanchas de lodo y piedra antes de su aniquilación final, pero ya nadie lo recordaba.
Dan escalofrío particularmente algunas de las amenazas latentes:
La ruptura del debilitado jarillón del Rio Cauca en Cali, no solo barrería el distrito de Aguablanca, sino que afectaría a 900.000 personas que según los estudios técnicos realizados “podrían perder bienes y enseres e incluso su propia vida.”
La magnitud de esa eventual tragedia, afirman los analistas” solo sería comparable con lo sucedido en Nueva Orleans en 2005, cuando el 80 % de esa ciudad quedó inundada debido a que su sistema de diques colapsó tras el paso del huracán Katrina.”
Otro caso emblemático es el de Yopal-Casanare. La ciudad está construida en una zona de flujo torrencial, exactamente en el área que fue barrida por una avalancha en 1920.
Las posibilidades de supervivencia de sus 200.000 habitantes dependen de dos alarmas instaladas en el río Cravo Sur para alertar al cuerpo de bomberos y de que haya tiempo suficiente para evacuarlos. Cabe anotar que en Mocoa las alarmas empezaron a sonar desde las 10 de la noche, pero los pocos que las oyeron hicieron oídos sordos a sus advertencias.
No estamos blindados contra los efectos del cambio climático. Afirmar lo contrario es una falacia. Y no saldremos adelante sin el concurso de todos. La sociedad colombiana tiene que responder unida y solidaria, como lo está haciendo ante los mocoanos, a los desafíos que plantea el cambio climático.
Es cierto lo que el ex ministro Manuel Rodríguez Becerra sostiene: “el mayor problema socioambiental del país son los cientos de miles de habitantes que están asentados en lugares de alto riesgo por las inundaciones y los deslizamientos.”
Estos contingentes humanos están conformados por los más pobres y son esencialmente producto de la exclusión social y del conflicto que obligó durante décadas a miles de nuestros compatriotas a buscar refugio precario en periferias urbanas que a causa del calentamiento global se han convertido en trampas mortales.