Cuando las sociedades modernas tienen situaciones de crisis o catástrofe, que afectan de una u otra manera al conjunto de las mismas, se acude casi instintivamente al Estado como expresión y materialización del poder político; así sucedió después de los atentados terroristas del 11 de septiembre del 2001 en Washington y New York y por supuesto así ha ocurrido con la pandemia del Covid-19, para sólo mencionar estos dos momentos.
Ya están lejos aquellos tiempos en que se hacía apología al poder del sector privado y del mercado y se denigraba del Estado, de aquella frase, puesta en boca del candidato republicano Ronald Reagan ‘el gobierno no es la solución a nuestro problema, el gobierno es el problema’ resumiendo así la necesidad de arrinconar al Estado, porque se creía que estaba ‘ahogando’ al sector privado y al mercado, cuando coincidían tanto las extremas derechas neoliberales con las extremas izquierdas anarquistas en denigrar del Estado. Claramente, cuando hay emergencias nacionales no son los consorcios privados, que funcionan con la legítima lógica de la búsqueda del beneficio individual, quienes van a sacar la cara para asumir la defensa y seguridad de los ciudadanos o definir y poner en marcha políticas públicas que apunten a enfrentar los problemas colectivos, con énfasis en los más humildes y necesitados.
Nadie está negando la importancia del sector privado y del mercado, ellos son fundamentales; así lo ha demostrado la historia, especialmente con el fracaso de los sistemas de economía centralmente planificada, pero ellos requieren de un Estado fuerte –no quiere decir autoritario- capaz de regular y definir reglas que permitan combinar el interés general de las sociedades con la legítima búsqueda del beneficio individual. Ello demanda Estados no cooptados por grupos privados, por eso son tan dañinos el clientelismo y la corrupción, Estados que estén al servicio del interés general, con instituciones estatales imparciales y no partidizadas; es fundamental tener una Fuerza Pública que no considere a ningún sector de la sociedad, ni a partido político alguno como un supuesto ‘enemigo interno’, ni unas instituciones judiciales que actúen en función solamente de beneficiar a ciertas personas, o una administración pública que crea que ella sólo se debe a los intereses de un grupo político y no de la sociedad en general.
En estas situaciones de crisis se muestra la importancia del Estado, tanto el nacional como los territoriales –otra discusión es si es más útil un Estado centralizado, que tiene la mirada del conjunto nacional, o una mayor autonomía de las regiones y localidades con el conocimiento más profundo de sus necesidades, recursos y cultura propios-, o si es mejor el gobierno democrático, con las falencias que puedan tener, pero donde hay equilibrio de poderes y controles constitucionales y legales o el autoritario, que aparentemente se muestran más eficaces, pero realmente tienen deficiencias en su funcionamiento y en el respeto de derechos y garantías que dejan más dudas que certezas. Hay el riesgo que en estas emergencias se manifieste la tendencia de algunos gobernantes a utilizar las medidas de excepción para concentrar poderes, afectar derechos ciudadanos y debilitar los mecanismos de control sobre su gestión.
Una de las lecciones de esta crisis es la importancia de esa especie de trípode de la modernidad: un Estado legítimo, eficaz e imparcial, un sector privado dinámico y regulado y un mercado con las menores distorsiones posibles y todo lo anterior dentro de un contexto democrático, donde haya tridivisión de poderes, controles mutuos, se respeten los derechos humanos de todos y se respeta a la oposición, como la formula deseable para enfrentar las situaciones críticas y retomar el desarrollo de las sociedades.