Los colombianos, pero especialmente sus élites políticas y económicas, siempre se precian de la llamada solidez de su democracia, porque se dice, en su historia mal que bien siempre se han elegido sus gobernantes, han existido muy pocas dictaduras militares y por lo tanto se cumplen las condiciones mínimas de una democracia liberal: elecciones periódicas, pluripartidismo, libertad de información y de empresa. Pero hasta ahí estamos hablando de las condiciones mínimas de la democracia liberal.
Pero si se hurga un poquito en la realidad, la cosa empieza a complicarse, por lo menos parcialmente. Es verdad que nuestro calendario electoral no se altera regularmente y ese es un activo importante; pero la presencia del pluripartidismo comienza a ser problemática, porque más allá de que formalmente todos los partidos pueden participar, no tienen las mismas garantías que son una condición básica de una democracia, la igualdad de los participantes. Y no sólo no existe igualdad porque no existe similar acceso a la financiación de las campañas, ni a los medios de comunicación para divulgar sus propuestas, ni en el tratamiento informativo; claramente existen candidatos y partidos que son objeto de matoneo, por otros partidos o líderes políticos y no hay claros mecanismos de control o sanción -hemos visto como muchos candidatos de determinados partidos han tenido que renunciar por falta de garantías, incluso para su vida-. Esto hace que el discurso del pluripartidismo y la igualdad termine convertido en eso, retórica que está muy distante de la realidad.
Esto tiene mucho que ver con la estructura de conformación de las autoridades electorales, que al no existir un Tribunal Electoral o una Corte Electoral de magistrados independientes, que efectivamente hagan cumplir las leyes electorales, estas terminan siendo más formalidad que otra cosa, los topes de financiación y de gasto, las características de los candidatos -todos sabemos que muchos partidos políticos en épocas electorales son solamente oficinas de avales de candidatos, por los cuales luego no responden-, no hay rendición oportuna de cuentas y demás fallas recurrentes de nuestro sistema electoral -trasteo de votantes, compra de votos, y otras patologías que son persistentes en nuestra democracia-.
Y por supuesto, tenemos la persistencia de la violencia y que va muchos más allá del periodo que denominamos del conflicto armado; en el largo periodo de hegemonía liberal-conservadora, igualmente el recurso a la violencia contra los partidos adversarios, contra los candidatos, para intimidar electores, era una práctica recurrente. Por lo tanto, superar esta tradición, especialmente a nivel regional y local, va mucho más allá de la existencia del conflicto armado, de la firma de un Acuerdo de terminación del conflicto armado; tiene que ver con una tradición democrática pre-moderna, que no acepta fácilmente la diferencia y diversidad de opciones políticas, que no quiere salirse de su ‘zona de confort’ en la cual unas élites tradicionales pretenden decirle a los ciudadanos que pensar, que hace políticamente y a quienes deben escoger electoralmente.
La libertad también es un valor asociado al discurso democrático liberal y efectivamente hay libertad de empresa y libertad de información, pero eso no significa igualdad de oportunidades para todas las opciones políticas.
Por consiguiente, creo que deberíamos ser más prudentes cuando hablamos de nuestra democracia, que por supuesto debemos defender, pero sobre todo, debemos modernizar, para que realmente responda a las nuevas realidades del mundo actual. El próximo año, que no hay ejercicios electorales, sería un momento adecuado para discutir y tramitar reformas a nuestro sistema electoral, que estamos necesitando de manera urgente.
Nota aclaratoria: en la pasada columna hubo un error en la fecha de la guerra de Malvinas, que fue en 1982 y no en 1973 cómo se escribió equivocadamente.