Seguramente si usted tiene entre 40 y 80 años, y le pido que haga un ejercicio de asociación con algún nombre de la historia inmediata, cuya palabra clave sea la palabra naranja, posiblemente recuerde al ‘agente naranja’.
Químicamente, el agente naranja es una mezcla aproximada entre 1:1 de dos herbicidas: ácido 2,4 diclorofenoxiacético (2,4-D) y ácido 2,4,5 triclorofenoxiacético (2,4,5-T) en forma de éster iso-octilo, en donde uno de sus activos, la TCDD, ha sido descrito como «quizás la molécula más tóxica jamás sintetizada por el hombre«.
Más allá de un arma química utilizada por los militares estadounidenses como parte de su programa de guerra química en la operación Ranch Hand (1962-1971), en la cual murieron miles de vietnamitas, el nombre del químico no tenía nada que ver con su representación y mucho menos con su contenido, a excepción del color naranja de las barras laterales que tenían los barriles utilizados para su transporte. Sin embargo, lo que sí logró Estados Unidos con este agente fue que el mundo asociara a un concepto simple su gran innovación en el plano militar, e incorporar el concepto de guerra química a la naciente cultura popular.
También, mientras escribía esta columna, encontré dos posibilidades más de asociación con la palabra ‘naranja’ menos estruendosas: ‘La Naranja Mecánica’ al cuadrado. Una se refiere a la selección holandesa de fútbol de Johan Cruyff, Johan Neeskens y los hermanos René y Willy van der Kerkhoff. Y la otra, a la novela del escritor británico Anthony Burgess, publicada en 1962 y adaptada al cine por Stanley Kubrick en la película homónima estrenada en 1971. En todo caso, lo que sí es real es que ningún mileniall -salvo algunas excepciones- y mucho menos un centeniall, conoce de estas asociaciones.
Este rápido paneo de investigación me llevó a pensar en una cosa: Bautizar a un sector productivo de la economía con el color naranja, aparte del popurrí de asociaciones accidentales con el que lo conectan sus padrinos (como que para Frank Sinatra el color naranja es el color de la alegría, o que para la cultura védica este color significa el chakra de la creatividad al conectarlo con el aparato reproductivo), no tiene mucho sentido de fondo si todo se queda reducido a una estrategia de marketing. Yo también podría decir que a los reclusos en las cárceles de Estados Unidos los visten de overoles naranja porque este color busca actuar como neutralizador de comportamientos violentos, así como citar muchas otras situaciones.
El concepto de la economía naranja se puso de moda relativamente hace muy poco. Con ‘economía naranja’, investigadores del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), entre ellos el actual presidente electo Iván Duque, quisieron referirse a todos aquellos productos derivados del intelecto humano, que, por su gran valor agregado desde lo simbólico, han generado encadenamientos productivos con una gran demanda en la actualidad. Tal es el caso de la música, el diseño en todas sus presentaciones (textil, gráfico, industrial o de interiores), la gastronomía o las artes clásicas y funcionales.
Años atrás, pocos se hubieran imaginado que estos productos, llamados bienes y servicios creativos, serían capaces de generar tanta riqueza a partir de emprendimientos de todos los tamaños que están fortaleciendo las diferentes economías. Por lo que Colombia tiene un gran desafío ante sus ojos: Propiciar las condiciones idóneas para que esta economía crezca, más allá del argumento de ‘marca’ y teniendo presente que detrás del éxito de las economías creativas prósperas en el mundo, ha existido antes un proyecto de identidad nacional.
Y sí, traigo a colación el término ‘economía creativa’ porque es el nombre originario que nos lleva a pensar en el ‘cómo’ y no en el ‘qué’. En el ‘qué’ diversos sectores de la sociedad estamos claros: esta economía es el camino, porque es sostenible en su insumo base que es la imaginación; porque coloca en un primer plano una novedad que sin duda alguna puede apalancar la economía, y porque el 52,3% de la población de este país es menor de 30 años. Vivimos en un país de milenialls. Pero en el ‘cómo’, es decir, en la forma es en lo que tenemos que trabajar, en cómo lo vamos a lograr.
Hay muchas dudas alrededor de cuáles serían los beneficios y los beneficiarios de un desarrollo óptimo y esplendoroso de la economía creativa en el país. Pensar nada más en que el sector creativo colombiano quede reducido a una maquila nos aleja profundamente de un proyecto de identidad nacional que sirve -además-, tal y como lo he dicho en varias de mis columnas, como un reforzador de valores.
De allí que entidades como el Ministerio de Cultura, llamadas a liderar transversalmente la consolidación de la economía creativa en el país, deban rodearse de un buen equipo de interpretantes, capaces de ver el potencial que hay en nuestra cultura y sus territorios, pero respetuosos de los usos y saberes ancestrales, de las costumbres, de los relatos que conforman ‘la colombianidad’, porque lo más insostenible sería un extractivismo cultural y creativo.
No se trata solo de extraer sino de revitalizar la memoria, la tradición y la actualidad de un país pluricultural que claramente puede especializar su oferta ante el mundo. Los modelos extranjeros, sin duda, son referentes a tener en cuenta, pero la economía creativa en Colombia no puede ser una copia en el eterno reino de la ‘copiadera’. Esta semana Gabriela Delgado, profesora de la Universidad Nacional de Colombia, dijo en la audiencia pública para la creación del Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación una frase muy pertinente: “Nuestro país no puede seguir convirtiendo experiencias internacionales en experimentos nacionales”. De manera conjunta, podemos trabajar para que nuestro modelo sea único y poderoso, para que se trate de la narrativa de lo que tenemos adentro, para que sea la representación de una nación producto de muchas tradiciones ancestrales, para que sea Bioriginal.
Entonces más allá del nombre, que, al parecer una vez más pinta como una buena estrategia para evangelizar, aún se encuentra difusa la comprensión de una marca sofisticada que puede generar un nuevo tiempo a nuestra economía, pero que primero sus evangelizadores tendrán que entender en profundidad.
Un sistema de cultura viva que garantice la pervivencia de las representaciones simbólicas de todas las cosmovisiones locales que sorprenden al mundo fortalecería nuestra economía creativa, permitiría que nuestros bienes y servicios creativos sean únicos en el mercado global, como reflejo de una cultura que se arraiga en quienes realmente la generan: La biodiversidad, los pueblos, las comunidades, las tecnologías, los usos y saberes ancestrales, la Bioriginalidad.