En nuestro ejercicio de llamar las cosas por su nombre me topé con un término que la mayoría de las personas asocian con la actividad minera: el extractivismo. Decidí investigar más a fondo sobre el tema y noté que esta palabra, con todo y su significado, se extrapolaba fácilmente a lo que podría suceder con la creatividad y la cultura en Colombia.
Llamó mi atención, de hecho, un texto escrito por el observatorio de realidades sociales de la Arquidiócesis de Cali (sí, de la Arquidiócesis…) que incluye una definición de extractivismo bastante acertada: “una manera de pensar la producción de la riqueza, a partir del apropiamiento, el uso y la comercialización de recursos naturales renovables y no renovables, sin reconocer que más allá de la lógica económica existen ámbitos de vida, ecosistemas, reinos naturales, que deben ser tratados con el respeto y la consideración que milenariamente las culturas humanas les han conferido, entendiendo además que esta actitud es la base para la sobrevivencia, no sólo de la especie sino del planeta en general”.
Antes de finalizar, el autor del texto cerraba esta parte de su análisis refiriéndose a que la lógica extractivista le daba un tratamiento materialista al planeta y a los ecosistemas, convirtiendo los tejidos de vida natural en recursos explotables y sobre ese sentido de la apropiación, organizando su extracción, su comercialización y su consumo desmedido.
Pero como si no fuera suficiente, el texto también aludía al extractivismo cultural (ese concepto que no es muy familiar para muchos) y llegaba a una conclusión que ronda mi cabeza y la de varios artistas, creadores y profesionales que laboran en el sector de los bienes y servicios creativos y culturales: “Se piensa a veces de una manera bastante reducida la cultura como recurso; idea que ha surgido para impulsar el desarrollo cultural como una estrategia que busca generar gestión y sostenibilidad de proyectos culturales locales y nacionales en los países del sur geopolítico; la iniciativa que busca generar emprendimientos populares y ciudadanos, sin embargo, tiene de base dos grandes objeciones: En primer lugar, es una reducción de la cultura a recurso, lo cual dirige la mirada unilateral de la experiencia simbólica que involucra múltiples e interdependientes lógicas, a una forma economicista de gestionar la cultura. Y en segundo lugar, si aun así la idea de recurso se reconoce sólo como una dimensión interdependiente, no está claro cuáles son los límites prácticos del uso de este enfoque, máxime cuando puede terminar animando prácticas de vaciamiento, de caricaturización de los modos de vida y de representación idealizada de las culturas y de los sujetos culturales; de tal manera que se fosilizan las fuerzas profundas que movilizan los lazos culturales, dejando los capitales colectivos en condición de meros productos intercambiables”.
Oh sorpresa la que me llevé con estas definiciones. Las similitudes entre ambas ratificaron una postura que he venido asumiendo desde hace meses relacionada con la necesidad que tiene el país de plantear una alternativa a la minería -por qué no la creatividad- pero sin que se vulnere el arte y la cultura nacional, y a sus protagonistas. Y lo considero así, no solo porque vengo trabajando de la mano del representante liberal Luciano Grisales en un Proyecto de Ley que promueve la producción de bienes y servicios creativos bioriginales, sino porque el pasado 26 de abril ocurrió un evento desafortunado que legitimó la lógica extractivista de la cultura: fue aprobada por el Congreso de la República la Ley Naranja, liderada por Iván Duque, senador del Centro Democrático.
Esta ley -dicho no solo por mi sino por ciudadanos que se desenvuelven a diario en este sector- expone nuestra cultura a los avatares del mercado, pone a decidir sobre el futuro de la misma a agentes estatales e instituciones que no le han prestado la atención que merece, y considera que todas las expresiones artísticas y culturales locales pueden desarrollarse y funcionar como la industria del entretenimiento, o a partir de esta.
Al facilitar las herramientas para que compañías extranjeras despojen a los artistas y creadores nacionales de la posibilidad de sobresalir por ellos mismos; y al pensar que es mejor crear un sistema de créditos, otorgados por las instituciones del gobierno previamente mencionadas, en vez de invertir directamente en el sector, la Ley Naranja conduce al país hacia el extractivismo cultural.
Como ven, y contrario a lo que muchos piensan, esta no es una opinión producto de una visión ensimismada, mamerta o miope de la creatividad y la cultura. Yo también laboré durante varios años en el sector y hago parte de un grupo de ciudadanos que se piensa el arte y la cultura desde la base. Esta es más bien una invitación a analizar con más calma ‘las bondades’ de la Ley Naranja, que –no sé si por desconocimiento o ignorancia– se vio fortalecida con el voto positivo de algunos congresistas del Partido Liberal.
Christian Ahumada -gestor cultural, cofundador del Centro Cultural Ciudad Móvil y codirector del colectivo MestizaBit- argumentaba de manera muy elocuente en un artículo para la Revista Metro que el empaquetamiento de entretenimiento y cultura como actividades creativas, sin mencionar sus especificidades, se hacía ‘para vender humo al artista’; y que mencionar las cifras millonarias que mueve el entretenimiento a escala mundial era ‘mostrarle el pan desde la televisión al profesional del arte que es maltratado y olvidado por el estado’. Yo me pregunto ¿es esta la forma que decidió el gobierno para safarse de su responsabilidad de proteger la cultura e invertir en ella? Recordemos que aunque recomendaciones de la Unesco señalan una inversión de al menos el 2% del presupuesto, para este año el aporte al sector cultural alcanzó apenas un 0.2%.
Y es que hablar de las cifras no es precisamente malo, nosotros también lo hacemos en el Proyecto de Ley de Estímulo a la Creatividad en Colombia, al mencionar que gracias a la Cuenta Satélite de Cultura que creó el Ministerio de Cultura y el Dane en 2010, hoy sabemos que el aporte de la cultura y la creatividad al PIB Nacional es del 3,3%. Sin embargo, usamos esta cifra como un referente para afirmar que si fortalecemos el sector, con toda su diversidad y haciendo uso de lo que verdaderamente nos hace potencia, podemos soñar con ascender al 5% o incluso al 6%. Esta visión, enmarcada en una mirada hacia adentro más que un modelo económico extranjero de finales de los años 90 y principios del 2000, puede proteger la cultura nacional y le agrega valor al trabajo del artista y el creador.
Una ‘perla’ más: La Ley Naranja propone la creación de una Cuenta Satélite de Cultura como una innovación, cuando esta herramienta ya existe y requiere más bien ser optimizada. Así como este, dicha ley tiene otros detalles ‘revestidos de innovación’ y con el respaldo de las investigaciones del Banco Interamericano de Desarrollo que requerían otro abordaje y sobretodo la opinión de los artistas, pues tal y como lo explica Juan Carlos Gaitán, director de la incubadora de emprendimientos culturales más antigua de Colombia –Prana– “no existe en realidad una industria cultural y creativa en Colombia, sino más bien emprendimientos, negocios de orden creativo y cultural, y personas naturales dedicadas al arte y la cultura que necesitan otro trato”. Pareciese, más bien, que la ley lo que busca es marcar todo a su paso con el nombre ‘Naranja’, un acto con el cual sus creadores abonan la estrategia de marketing político que acompaña sus aspiraciones.