Estamos cerca de las elecciones de Congreso y considero necesario contribuir con algunas reflexiones acerca de la importancia de la institución legislativa en una democracia y de la necesidad de recuperar el Congreso y su legitimidad para la sociedad. Si hablamos de recuperar el Congreso, no hay que descalificarlo y satanizarlo, al Congreso y a sus miembros, como ineficientes, corruptos y lo peor de la vida política. No, esa no es una buena contribución a mejorar la institución y su rol en la sociedad.
La tridivisión de poderes es un paradigma del régimen político democrático; ejecutivo, legislativo y judicial, son los tres poderes que conforman el trípode de base de la democracia clásica, a lo cual se le adicionan contemporáneamente otros ‘poderes’, especialmente los órganos de control y vigilancia. Esos poderes clásicos deben ser autónomos, es decir no pueden estar subordinados unos a los otros, en teoría, aunque sí se espera de ellos que actúen de manera coordinada. El poder legislativo se expresa a nivel nacional, en los regímenes presidencialistas, en el Congreso –que puede ser unicameral o bicameral, como es nuestro caso-, a nivel regional en las Asambleas Departamentales y en lo local en los Concejos Municipales.
El Congreso tiene dos funciones esenciales; de un lado, es el espacio de la representación política plural de la sociedad, que normalmente se expresa a través de los partidos o movimientos políticos, o como ha tomado fuerza en los últimos tiempos a través de ‘grupos significativos de ciudadanos’. Por eso se afirma que el Congreso es el escenario por excelencia de la representación política plural de la sociedad. De otro lado, el Congreso tiene la importante función de debatir y aprobar las leyes que van a regular la vida política, económica y social dentro de una democracia; por eso es un lugar de debate, debería ser igualmente un espacio de análisis de propuestas y por supuesto de construcción de acuerdos y/o consensos. Los congresistas, entonces, tienen la doble condición de ser representantes de sectores o fracciones políticas, pero al mismo tiempo, sujetos con la responsabilidad de analizar, valorar y expedir las normas que mejor convengan a la sociedad y las situaciones se pretenden regular.
El problema es que no siempre los que son congresistas elegidos tienen la clara conciencia de lo que implica esa responsabilidad y en esa institución, como en todas, desafortunadamente encontramos personas con sentido de responsabilidad, pero hay otras, que llegan más para ejercer un poder político mal entendido. El problema no es la institución del Congreso, son las personas elegidas. Por ello una reforma fundamental y que estamos en mora de introducir, es establecer un límite a la re-elección de congresistas –no tiene sentido congresistas que se hacen reelegir indefinidamente, prácticamente hasta su muerte-; probablemente dos re-elecciones de un congresista sería un plazo suficiente, que permitiría una rotación de las elites de representación política y que se oxigene esta institución con nuevas personas.
Otro problema, que debemos combatir en distintos ámbitos de la vida social, tiene que ver con la corrupción que acompaña los procesos electorales. Tiene que ver con el sentido del servicio público –allí los aspectos éticos y de control social son fundamentales-, lo cual conllevaría también límites constitucionales a los niveles salariales de los congresistas. Y otras reformas.
Porque necesitamos un buen Congreso, no un Congreso estigmatizado.