Estoy convencido que por esa recurrente presencia en nuestra historia política de la violencia como mecanismo para buscar ‘solucionar’ conflictos, se fue configurando lo que algunos especialistas denominaron una cultura de intolerancia, de exclusión, de odio y de búsqueda de venganza. Y eso sigue arraigado en nuestros basamentos culturales –mucho más en determinados segmentos sociales o en determinadas regiones-. A veces preferimos no hablar de esto y menos aceptarlo; nos parece más ‘políticamente correcto’ hablar de la solidaridad, la tolerancia y el perdón, como comportamientos más generalizados –realmente deseables, no necesariamente existentes-. Pero me temo que ahí nos estamos engañando.
Adicionalmente hemos contado con un Estado débil –como bien lo ha analizado Francisco Leal Buitrago-, incapaz históricamente de controlar el monopolio de la fuerza, de la justicia, la tributación, del territorio. Pero estas dos realidades, tendemos a olvidarlas cuando tratamos de entender ese terrible drama del asesinato de líderes sociales y de reincorporados de las FARC. Porque, es verdad que hay un sector de la sociedad que ha usado históricamente la violencia para apropiarse de la tierra, que se propuso golpear al máximo los Acuerdos de La Habana –entre otros argumentos porque la venganza no estaba allí como ellos la deseaban-, que concibe como ‘obstáculos’ para sus propósitos las tareas de los líderes sociales.
Pero ello tiene un sustrato muy importante que debemos empezar por reconocer y sobre el cual debemos trabajar durante un largo período: la intolerancia, el odio y el deseo de venganza en sectores importantes de nuestra sociedad –eso gravita en las posiciones intolerantes contra instituciones como la Comisión de la Verdad, la Justicia Especial para la Paz y otras instituciones derivadas del Acuerdo de La Habana-. Debemos recordar que buena parte de la tremenda violencia entre liberales y conservadores, igualmente estuvo alimentada por estos elementos presentes en la cultura política de nuestra sociedad y que seguimos viendo muy a flor de piel en los comportamientos actuales. Y por supuesto, todo eso aprovechando un Estado débil, que no tiene que ver con el tamaño de la Fuerza Pública, sino con la capacidad de regular la vida social en los territorios, lo cual está asociado a qué tanta confianza genera en los ciudadanos en esos territorios; porque con frecuencia pareciera que nos olvidamos que una cosa es la Colombia de las grandes ciudades y de la región central del país, más ‘controlada’ y regulada y otra por supuesto, bastante diferente, la Colombia de los territorios periféricos, de las regiones rurales y marginales, donde siempre han sido grupos de violencia privada –llámense guerrillas, paramilitares, organizaciones de crimen organizado- quienes han regulado la vida social. Y eso no ha cambiado por el hecho de que se hubiera firmado un documento denominado Acuerdo de Paz.
Por supuesto, hay que seguirle exigiendo al Estado el diseño e implementación de estrategias serias y consistentes que apunten al fortalecimiento del mismo y al control del territorio –no se trata de exculparlo por su acción u omisión-, así como no podemos olvidar que en muchos sectores de nuestra sociedad la intolerancia y el odio con el ‘otro’, concebido como enemigo, está muy latente y claramente el deseo de venganza contra los que consideraron que les hicieron daño en el pasado reciente y a quienes suponen no se les ha hecho justicia –que para ellos es en parte, sinónimo de venganza-, sigue teniendo una gran expresión en las relaciones sociales.
No dudo que avanzar en fortalecer el Estado y en una sólida y persistente campaña de educación y búsqueda de cambio cultural es lo que podrá, a mediano plazo, empezar a modificar esta situación.