MEDIOCRIDAD ES CORRUPCIÓN

Opinión Por

Por estos días, la corrupción nos aturde a todos. Los medios de comunicación ‘cotidianizaron’ el escándalo Odebrecht y nos mostraron una vez más que pocos funcionarios públicos, gremios, instituciones y partidos políticos en Colombia son ajenos a un acto de corrupción.

Esto claramente es preocupante, y no es la primera vez que sucede. Reficar y Agro Ingreso Seguro son otros ejemplos, previos a Odebrecht, que dieron  mucho de qué hablar en el país, pero ¿por qué ahora es diferente? ¿Por qué los ciudadanos parecen estar más interesados en el tema y se muestran indignados? ¿Fue Odebrecht ‘la gota que rebozó la copa’?

Pareciera que sí, pareciera que poco a poco los colombianos empiezan a exigir un cambio estructural que le dé cabida a nuevas formas de hacer política y a estructuras gubernamentales sanas, en las cuales la premisa sea la honestidad, la productividad y la eficiencia, por encima de la corrupción y la mediocridad.

Pero para empezar a transformar el entorno resulta necesario llamar las cosas por su nombre. A costa de la corrupción se fortalecen partidos y no solo en los grandes contratos, en las alianzas público privadas (APP) y en los ejercicios electorales se configuran actos de corrupción. Cuando un funcionario público deja de hacer su trabajo, estropea el curso normal de un proceso o pasa por alto una situación en su puesto de trabajo, está contribuyendo a la corrupción general, exacerbada, que aqueja al Estado.

La corrupción del deber hacer de los funcionarios públicos no suele visibilizarse lo suficiente. Como ciudadanos nos hemos acostumbrado a que las instituciones públicas no ejecuten sus tareas en los tiempos requeridos y admitimos que empleados del gobierno, cuya remuneración salarial se deriva del dinero de nuestros impuestos, continúen devengando un sueldo a pesar de no hacer lo que deben hacer, es decir, a pesar de su ineficiencia y falta de competitividad. La sociedad también ha aceptado, al no expresar su descontento más allá de las redes sociales, que alcaldes y concejales falsifiquen documentos públicos con títulos universitarios que no tienen, y que expresidentes y procuradores se reelijan en sus cargos de forma ilegal.

El cinismo de quiénes deben ejecutar estas funciones, y de sus jefes y gerentes, es vergonzoso y debería ser igual de repudiado por todos nosotros, así como cuando juzgamos una negociación millonaria del gobierno que se ha ido al traste o cuando salimos a marchar en contra de la corrupción. Hay una concepción precaria en la ciudadanía respecto a los funcionarios públicos y el servicio público: No es un favor el que nos están haciendo estos profesionales, es su deber. Bien lo decía Jaime Garzón en su muy viralizada conferencia de 1997en Cali: “Hay una antilógica del orden. Nosotros nombramos funcionarios públicos y ‘Funcionario Público’ es para que le funcione al público; pero terminamos haciéndole venias, todos sirviéndoles a ellos”.

De hecho, una investigación realizada por el Grupo Multidisciplinario de Políticas Públicas (GMPP) de la Escuela de Gobierno de la Universidad de los Andes, y dada a conocer en 2015, advierte que la fuerza laboral actual del Estado colombiano es valorada negativamente por los ciudadanos. Según el estudio, «el sector público colombiano es hoy visto como uno de los grupos que más desconfianza genera entre la gente, después de los congresistas. No en vano, el 76% de los colombianos  tiene poca o ninguna confianza en ellos, de acuerdo con el World Value Survey (2012). A esto se suman el clientelismo y las nóminas paralelas…».

Las cifras logran evidenciar el gasto del Estado, y nos permiten visualizar la magnitud de un acto de corrupción en este escenario. En enero de 2015, el diario El Tiempo reportó que la nómina pública costaría ese año más de 25 billones de pesos, y que esta nómina había tenido un crecimiento del 7,4 por ciento con respecto al 2014 (año en el que la asignación fue de 23 billones de pesos). Si lo ponemos en términos del Producto Interno Bruto (PIB), dicha nómina equivalía al 3,0 por ciento del PIB, y representaba –además– una quinta parte de los impuestos que pagan los colombianos anualmente.

Ahora bien, haciendo un análisis comparativo, entre 2014 y 2017, se presentó una variación porcentual del 48,2% que representó un aumento de 11 billones 269 mil millones de pesos más. En conclusión, hoy el gasto en la nómina del Estado del nivel central corresponde al 2,1% del PIB (igual que en 2016, aunque un 1% menos que en 2014), pero representa una cuarta parte de los ingresos tributarios (es decir, una cuarta parte de los impuestos que pagan los colombianos).

Entonces ¿cómo evaluar la eficiencia de los funcionarios públicos? Ante la exigencia por parte de la población de nuevos métodos legislativos, más contundentes y justos; de nuevas formas de hacer política, transparentes e incluyentes; de nuevos líderes, más jóvenes y mejor preparados. Sería transformador y diferente idear un mecanismo más objetivo para medir el desempeño de nuestros funcionarios públicos, y que los ciudadanos ejerzan veeduría con más regularidad y vehemencia.

No se me olvida el político Ucraniano que en 2014 fue arrojado a un bote de basura por una muchedumbre enfurecida que le reclamaba no hacer su trabajo para que dicho país fuera estable. ‘No hacer su trabajo’ ese es el punto, otra modalidad de corrupción que no podemos omitir, porque omisión también es corrupción.

Para finalizar, me gustaría citar al sociólogo, filósofo y médico argentino José Ingenieros. En su libro ‘El hombre mediocre’, Ingenieros tipificó a este hombre como un ser incapaz de usar su imaginación para concebir ideales que le propongan un futuro por el cual luchar. Además, agregó que “el hombre mediocre es sumiso a toda rutina, a los prejuicios y a las domesticidades, se vuelve parte de un rebaño o colectividad, cuyas acciones o motivos no cuestiona, sino que sigue ciegamente. Es dócil, maleable, ignorante, un ser vegetativo, carente de personalidad, solidario y cómplice de los intereses creados que lo hacen borrego del rebaño social. Vive según las conveniencias y no logra aprender a amar. Un hombre mediocre no acepta ideas distintas a las que ya ha recibido por tradición, sin darse cuenta de que justamente las creencias son relativas a quien las cree, pudiendo existir hombres con ideas totalmente contrarias al mismo tiempo”.

Comunicador Social, ex-candidato a la Cámara de Representantes por Bogotá, creador del Liberalismo Ambiental, el Liberalismo Creativo y Liberalismo Científico, cofundador de la Plataforma Ciudadana Creatividad para Colombia. www.andresguzman.co