Hemos conocido las últimas semanas una serie de problemas en nuestra Fuerza Pública –Fuerzas Militares y Policía-. El caso de los cuestionamientos a la inteligencia en el Ejército, los presuntos hechos de corrupción al interior de la Policía Nacional, las irregularidades en la Armada entre otras. Al margen de las noticias y las investigaciones o sus resultados, se hace necesario hacer reflexiones más a fondo.
No hay duda que todo Estado y aún más, toda democracia, con base en la Constitución y la ley, requiere unas Fuerzas Militares y de Policía, como base fundamental para garantizar el monopolio de la coerción armada y a partir de allí brindarle a todos los ciudadanos y a las instituciones seguridad –ciudadana, regional y nacional-; es decir, garantizar una adecuada convivencia en sociedad.
En una democracia hay unos principios que son fundamentales: uno, la Fuerza Pública debe estar subordinada a las autoridades civiles democráticamente electas, lo que implica no sólo una subordinación formal, sino que los gobernantes civiles conozcan del tema de seguridad y defensa para que puedan formular y conducir políticamente su implementación y por supuesto garantizar la disciplina en el cumplimiento de las funciones, a través de la estructura de mando –si una unidad como la de inteligencia adelanta tareas que no conoce el mando civil, quiere decir que está actuando como una ‘rueda suelta’-; dos, debe ser una Fuerza Pública profesional en el sentido de tener la mayor capacitación posible, que se sujete a unos estatutos dentro de los cuales la carrera administrativa juega un rol fundamental y con dotaciones adecuadas; tres, una Fuerza Pública apartidista, lo que significa una Fuerza Pública que está por encima de los partidos y corrientes políticas, en la medida en que su tarea misional es garantizar la mantención y supervivencia de la sociedad nacional y defenderla de los riesgos y amenazas, de ninguna manera es aceptable, en democracia, una Fuerza Pública al servicio de un partido o una ideología política, esto es el principio del fin de la misma, aquí adquiere significado la clásica idea de una Fuerza Pública no deliberante en asuntos políticos; cuarto, una Fuerza Pública moderna, que esté permanentemente preparada y equipada con las últimas tecnologías y desarrollos, para lo cual las autoridades civiles deben suministrar los recursos presupuestales adecuados, con base en las disponibilidades de recursos globales.
Para lo anterior es fundamental la formación en las escuelas militares, donde reciban la formación más adecuada y las opiniones que reciban reflejen la pluralidad de las sociedades modernas, que no sean simplemente escuelas de adoctrinamiento –como lo fueron desafortunadamente durante la guerra fría y donde lo básico era la ideologización de los miembros de las fuerzas-.
En Colombia hemos vivido diversos momentos en relación con la Fuerza Pública; desde un período de unos militares y policiales altamente partidizados, pasando por otro momento donde lo que primó fue una especie de adoctrinamiento propio de la guerra fría y un período en que se hizo un esfuerzo importante de modernización y profesionalización. Pero los últimos ‘ruidos’ que se han filtrado a través de los medios generan gran preocupación, porque pareciera que estuviéramos en un retroceso importante donde se pretendería, por lo menos por parte de ciertos sectores, colocar la Fuerza Pública al servicio de las disputas de sectores políticos o colocarlas en la lógica pre-moderna donde supuestamente ciertas ‘lealtades personalizadas’ sería lo que garantizaría ‘éxito’ dentro de la carrera militar o policial.
Esperemos que se tomen las medidas adecuadas al interior de la Fuerza Pública para contener esas tendencias y que haya un liderazgo civil capaz de orientarlas y conducirlas por encima de las frecuentes y normales rencillas partidistas.