Los atentados y asesinatos de líderes sociales son la más grave muestra de crisis de la democracia colombiana. Los últimos días vimos el atentado contra líderes de las comunidades afro, Francia Márquez y Carlos Rosero, los asesinatos de un reincorporado de FARC en el Catatumbo, de un candidato a concejal en el Sur de Bolivar, del consejero cultural y de cine de Arauca. Esto es una muestra al azar de los últimos hechos.
Pero el desangre y amedrantamiento del liderazgo social y popular en las regiones crece de manera exponencial. Las cifras son espeluznantes; CINEP, una institución seria y creíble, en su informe anual lo reafirma. Pero cualquier cifra es inaceptable en una sociedad democrática, por eso no se puede entrar en ese juego de los gobiernos de que mejoramos porque ya este año mataron cinco menos; no, ni uno solo es aceptable.
Es verdad que se requiere desarrollar en las regiones esquemas de auto protección de los liderazgos sociales; ahí pueden jugar rol importante la conformación de redes comunitarias de control del territorio y esquemas de respuesta inmediata en los mismos. Y sobre eso las comunidades han venido trabajando.
Pero el Estado tiene la responsabilidad de garantizarnos la vida, como derecho fundamental, a todos los ciudadanos. Para ello debe monopolizar las armas en manos de la Fuerza Pública, pero además tiene el deber de controlar el territorio, si quiere presentarse como un Estado de verdad, no como una caricatura. Porque, está bien que se capturen algunos autores materiales de estos hechos, eso es parte de la responsabilidad de la Fiscalía, pero lo más importante es esclarecer quien dio la orden de disparar y sancionarlos. Y sobre todo, impedir que se sucedan los hechos. Por ello la prioridad es la prevención.
Yo no tengo duda de que se han venido haciendo esfuerzos en la Fuerza Pública, desde el gobierno anterior, para diseñar esquemas operativos para hacer realidad el monopolio del control territorial, que insisto, no es otra cosa que construir Estado en los territorios, lo cual implica presencia de la cara militar y policial del Estado, pero también de la cara civil -salud, educación, justicia, trabajo, etc- y especialmente construir credibilidad y legitimidad de los pobladores en sus instituciones, incluidas la Fuerza Pública. Y eso no se resuelve con modalidades cuasi-mafiosas de comprar información a cargo de recompensas.
Se requiere una Fuerza Pública que tenga una relación respetuosa con los pobladores -independiente de las creencias o posiciones políticas de los mismos-, centrando la inteligencia policial a identificar los factores de amenaza y riesgo para las comunidades; no debemos olvidar que una buena inteligencia es combinación del uso de medios tecnológicos y fuentes humanas de información, que se dan cuando las comunidades creen y tiene confianza en su Fuerza Pública. Si los ven con la lógica de la guerra fría donde cada poblador es asociado a un ‘enemigo’, no tendrán ningún tipo de apoyo y su labor será un fracaso. Igualmente cuerpos especiales de fuerzas combinadas que hagan presencia permanente y combatan los factores de inseguridad en los territorios y sobre esto ya hay experiencia suficiente.
Y por sobre todo, que exista un mensaje institucional con una campaña divulgativa y educativa que muestre a los líderes sociales, no como una amenaza al orden, sino como valioso activo de las comunidades que debemos respetar y proteger. Ojalá los altos funcionarios del Estado y de los gobiernos territoriales fueran los primeros en hacer estos reconocimientos al importante papel que en una democracia cumplen los líderes sociales.