Después de la crisis nacional que detonó la infame reforma tributaria del exministro Alberto Carrasquilla, el gobierno ha sacado a la luz, su nuevo proyecto para tratar de cuadrar las cuentas del Estado a partir de 2022, y que radicará el próximo 20 de julio. Fiel a los eufemismos que lo caracterizan, el gobierno afirma que el proyecto es fruto de un gran consenso, y el resultado de un acuerdo entre todos los estamentos económicos del país. En realidad, se trata de una reforma tributaria coyuntural más, de las que en promedio los sucesivos gobiernos han presentado cada 18 meses, desde la aprobación de la Constitución de 1991. Sin embargo, hoy, en medio de la peor crisis social que ha vivido Colombia, el gobierno insiste en un proyecto formulado desde las oficinas del ministerio de hacienda, por técnicos seguramente bien calificados pero que tiene un déficit de legitimidad democrática en su elaboración porque no cuenta con la participación de diversos sectores de la sociedad civil, ni de las regiones agobiadas por un centralismo que las asfixia.
Ahora bien, al analizar la nueva propuesta del gobierno, llama la atención que esta hereda varias de las graves falencias que tenía el texto propuesto por Carrasquilla hace unos meses. Por ejemplo, aunque hace un énfasis retórico en la solidaridad, en su contenido sustancial, el nuevo proyecto no les pide solidaridad a las personas más ricas; no se tocan los impuestos de renta personal, ni las pensiones altas, ni el patrimonio de los que más tienen. Al contrario, lo que se tendría que haber hecho era proponer gravar más las rentas no laborales y de capital y reducir sus deducciones para los altos ingresos. Es decir, se mantienen incentivos que perpetúan una estructura de distribución inequitativa del ingreso, beneficiando como es costumbre al 1% más rico de la población en Colombia.
Por otro lado, preocupa que el 70% de los ingresos de la reforma vendría de impuestos a empresas, particularmente al subir la renta corporativa (32% a 35%). El problema está en que se restringe la creación de empleo, sobre todo en las micro, pequeñas y medianas empresas, donde se concentra la mayor parte de los puestos de trabajo en Colombia. Es decir, se le aplica el mismo rasero a una empresa familiar de 5 trabajadores que a una gran empresa con miles de empleados y mucha más capacidad de producción, ganancias y acceso al sistema financiero. También es notorio que, aunque se desmontan parcialmente unas exenciones -ICA-, se mantienen muchas otras a grandes empresas; -capital, economía naranja, zonas francas- que desnivelan la cancha de juego empresarial. Si la política pretende estimular el empleo, muchas de estas exenciones son una camisa de fuerza para ese propósito.
En cuanto a las cosas rescatables, habría una expansión del gasto social -ingreso solidario, devolución del IVA, por ejemplo- aunque sería mejor unificar subsidios en una renta básica garantizada, focalizados en las familias colombianas vulnerables. Esto mejoraría el impacto positivo en la inequidad y simplificaría la gestión de los recursos. También se contemplan medidas de lucha contra evasión y ahorro en gastos del gobierno central, lo cual es una de las tareas pendientes en materia tributaria. Además, se busca hacer énfasis en la política social, pero es más un paño de agua tibia para conseguir recursos temporales porque hace muy poco por solucionar las desigualdades estructurales y la ineficiencia del sistema tributario.