Si antes de este año fatídico, alguien nos lo hubiera contado, jamás lo hubiéramos creído. Ni en sueños nos hubiéramos imaginado asistir al espectáculo de una gran potencia – todavía la primera- que se autoexcluye del escenario global y se convierte en un país convulsionado y temeroso, de un presidente vencido en las urnas que se niega a reconocer su derrota y se atrinchera en la Casa Blanca, pretendiendo deslegitimar no sólo el mecanismo electoral sino la democracia misma en su propia cuna: los Estados Unidos.
Donald Trump obtuvo su mandato en 2016. Aunque nadie en su sano juicio consideraba posible que este escandaloso personaje, protagonista de reality show y magnate inmobiliario, pudiera convertirse alguna vez en presidente de los Estados Unidos. Trump lo logró. Bajo la enseña de provocar, polarizar, manipular y dividir a la nación, azuzando los demonios sobrevivientes del racismo y el miedo al desplazamiento cultural, incubado, sobre todo en el alma de los blancos protestantes anglosajones, con menor escolaridad, que han sufrido de manera más directa y en carne propia las lesiones infligidas por una globalización capitalista sin reglas.
El cambio demográfico y el capitalismo salvaje están haciendo eclosionar la rabia social ya que cercena a las mayorías las oportunidades, diluye la perspectiva de alcanzar el sueño americano y deja atrás, en lo que el Papa Francisco ha bautizado como la economía del descarte, a los más débiles y menos formados para afrontar los desafíos del neoliberalismo rampante, la tecnología y el desarrollo digital exponencial.
Trump se aferra al negacionismo, no solo en relación con el trance climático que es infinitamente más peligroso que cualquier pandemia, sino también acerca de la gravedad del virus, que ha provocado la muerte hasta hoy de 241.798 americanos. Cifra trágica que puede duplicarse durante el invierno, como lo han advertido los expertos, si los partidarios de esta pesadilla naranja llamada Donald Trump, alentados por él, se siguen negando a colocarse la mascarilla protectora y a cumplir las medidas básicas de distanciamiento social e higiene tan decisivas para controlar la dispersión del coronavirus.
Lo mismo puede ocurrir con las más de 10 millones de infecciones registradas desde que el Covic 19 apareció en el país más rico de la historia de la humanidad, pero peor gobernado del mundo entero.
Trump engañó deliberadamente a sus gobernados fingiendo no saber o no entender la gravedad de la amenaza. A pesar de haber sido oportuna y concienzudamente advertido por sus propios funcionarios del tsunami sanitario desatado en Wuhan que se abatiría sobre Washington y que China demostraría tempranamente saber manejar y los EEUU definitivamente no.
El presidente mintió todo el tiempo a sabiendas, asegurando que todo estaba bajo control mientras, ante la carencia de un liderazgo responsable la pandemia y el país oscilaban dando tumbos y a la deriva, entre las medidas de contención implementadas por gobernadores y alcaldes demócratas atenazados por el inmovilismo del gobierno federal y las falsas noticias propaladas a “tuitazos” delirantes por Donald Trump.
Cuando en la realidad escaseaban recursos, decisiones sensatas y las pruebas de testeo y, mientras el personal médico, abrumado por el número de pacientes y trabajando hasta los límites del desfallecimiento, no tenía a su disposición los elementos de bioseguridad más elementales para protegerse y poder dispensar sin demasiado riesgo, la atención requerida por los enfermos.
Las víctimas del Covid colapsaron durante meses, hospitales, morgues, fosas en los parques y camiones refrigerados para depositar momentáneamente avalanchas de cadáveres, tan solo para permitir a los enterradores recuperar el aliento.
Ha manifestado Trump, sí, que para él lo principal es la economía. Vigoriza mediante tal enunciado su conexión con los republicanos, que no han ni siquiera fruncido el ceño en estos cuatro años, ante las barbaridades implementadas por su comandante en jefe neoyorkino, quien resultó una farsa como empresario, un exabrupto como gobernante, y un fiasco como persona.
La jerarquía republicana en el Congreso y en la dirección del partido ha demostrado, fehacientemente, a lo largo de esta coyuntura acuciante, que, tampoco, les importan las vidas humanas, ni blancas ni negras. Solo parecen desvelarlos, como a Trump, las posibles retorsiones de Wall Street. Seguramente y como ya ocurrió en estas elecciones con el triunfo de Biden y gracias a la transformación demográfica de los Estados Unidos, deberán pagar la factura electoral más adelante y ojalá por largo tiempo.
Causa espanto que casi 71 millones de estadounidenses hayan vuelto a votar por alguien así, un mandatario incapaz de ejercer un liderazgo coherente, y, empecinado en actuar como un payaso narcisista, sino que, además, no entiende de valores, de ética, ni de dignidad, ni en lo personal ni en lo institucional y que en el escenario mundial es percibido y se comporta como una especie de aberración galopante que daña lo que toca.
Pero resulta también indescifrable la razón por la cual los votos afroamericanos por Trump, no solo no descendieran, sino que, en lugar de ello crecieran del 8% en 2016 al 12% en 2020.
Los negros están resultando más afectados que los blancos por la pandemia precisamente por sus desiguales condiciones de acceso a la salud, a la educación, a la alimentación apropiada, a la vivienda sin hacinamiento. El racismo en USA todavía es omnipresente y lo impregna todo generando amargura y odio. Los negros constituyen el 13% de la población y son sin embargo el 23% de los asesinados por la policía. Se quedan mucho más a menudo sin hogar y ganan menos que los blancos.
Pero Trump no es la causa sino el síntoma de que la democracia estadounidense sufre y se está desintegrando en su interior. Y de que, a través de él, en medio de la peor catástrofe de la humanidad en décadas, Estados Unidos, abjuró de su misión histórica mundial, construida durante todo el siglo XX y lo que va corrido del XXI, de contribuir a crear un futuro mejor para la humanidad y para su propia gente.
Ni hablar de los latinos, que, aunque fueron decisivos en algunos estados como Arizona y Nevada para determinar el triunfo de Biden, le dieron otra vez la victoria a Trump en la Florida con el señuelo inconcebible del peligro del castrochavismo personificado en el apacible, centrista y decente demócrata. ¡No hay derecho ¡