Este 2020 hemos vivido la humanidad, una pandemia imprevista, de la COVID-19, que ha causado profundos daños, no sólo a la vida de millones de seres humanos, sino a la economía –incluyendo la caída de las tasas de desempleo para sectores más desfavorecidos-. Frente a esta pandemia era poco probable haber estado preparado para enfrentarla, aunque dependiendo de la calidad y fortaleza de los sistemas de salud y la cobertura de los mismos, existían mayores o menores riesgos de apoyo a sectores mayoritarios de la población. Los distintos gobiernos tomaron la decisión de enfrentar esta pandemia de una u otra forma: con cerramientos tempranos, con cerramientos más o menos escalonados, acudiendo a la disciplina social y al autocuidado –rápidamente expandido y resumido en las tres medidas conocidas-, con el negacionismo, o en algunas sociedades apelando al efecto protector de la denominada ‘inmunidad de rebaño’, y por supuesto una cantidad de mezclas de estas medidas; pero era explicable, porque estábamos frente a un virus relativamente desconocido –dimos bastantes ‘palos de ciego’- y los resultados los estamos viendo en las cifras que presentan los distintos países. Desde situaciones dramáticas como lo muestran los casos de Estados Unidos o Brasil, hasta situaciones relativamente optimas como las de Nueva Zelanda, Vietnam, etc.
Habría que decir que razonablemente el gobierno nacional y los gobiernos territoriales lograron darle un manejo adecuado y debemos señalar que estamos en una situación intermedia, esperando, con más y mejor información, las eventuales nuevas oleadas que podrían venir en los próximos meses.
Pero igualmente este año hemos tenido que enfrentar –¿y seguiremos enfrentando?- una serie de tormentas tropicales o huracanes en el Caribe. Pero allí las cosas tenían posibilidades de mayor predictibilidad y por lo tanto de estar preparados para enfrentarlas. Similar con las igualmente previsibles situaciones catastróficas que generan las épocas de lluvia en muchos territorios nacionales. Es sabido que esas temporadas de huracanes en el Caribe se presentan todos los años, igual que las temporadas de lluvias –más o menos intensas dependiendo de otras variables-. Sin embargo, en este caso estos gobiernos –nacionales y territoriales-, ni los pasados, adelantaron serias tareas de planeación y preparación para minimizar el riesgo a los pobladores y a la infraestructura –de vías, de vivienda, de servicios sociales-.
Hasta ahora no ha existido ningún gobierno que asuma como parte de su responsabilidad, frente a la sociedad, tomar medidas –algunas deberían ser drásticas- tanto para prohibir y hacer cumplir esa prohibición, el que en determinadas áreas no se puedan establecer viviendas, ni se puedan construir carreteras por determinados corredores, ni se han realizado trabajos serios de canalización y protección de los ríos para prevenir los desbordamientos y un etcétera más de tareas. En lo poco que se ha hecho, ha sido crear en las administraciones nacionales y algunas territoriales, unidades de gestión de riesgos y desastres, que funcionan más como mecanismos de ‘respuesta rápida’ que como entes de tipo preventivo.
Igualmente crear batallones y brigadas en la Fuerza Pública que orientados específicamente a la atención de desastres –de forma preventiva y correctiva-, es algo que se ha venido haciendo, pero no con la decisión y velocidad con que lo requiere nuestra situación geográfica y social. No dudo que la Fuerza Pública tiene una gran preparación para estas tareas, no solo por la existencia de tiempo atrás de batallones de ingenieros militares, sino también por su actividad previa en regiones inhóspitas cumpliendo sus tareas de control del orden público. En este campo creo que se debe fortalecer esta reconversión, especialmente en la medida en que se supera el conflicto armado. Ese debe ser uno de los campos misionales de la Fuerza Pública.