Las elecciones del 2022 van a estar acompañadas de una alta carga de incertidumbre, por todos los factores que están y van a incidir en su desarrollo. Seguramente serán de las más difíciles de predecir en cuanto a sus resultados.
Tenemos el contexto de la pandemia de la Covid-19, que sin duda ha afectado y seguirá haciéndolo, distintas dimensiones de nuestra vida social y económica. En primer lugar, los estados de ánimo de las personas por los cambios bruscos derivados del encierro, del aislamiento social, de las relaciones sociales y familiares trastocadas, de la pérdida de empleos y de generación de ingresos y todo ello está teniendo efectos muy importantes, todavía no valorados adecuadamente, pero que sí pueden y seguro van a incidir, en diversos comportamientos, incluido el electoral. En segundo lugar, la afectación de la economía con todo lo que ello implica en sociedades como la nuestra, donde la informalidad tiene un peso muy alto, así como la pérdida de empleos de muchos compatriotas, que los ha colocado en escenarios de incertidumbre muy complejos. Podrían los anteriores factores llevar a comportamientos imprevistos –la presencia de motines contra determinados establecimientos, como expresión de ira colectiva, lo empezamos a ver- y comportamientos electorales en los cuales fácilmente se termine apoyando masivamente propuestas populistas o propuestas de corte autoritario pero que propongan alternativas de salida económica como ‘gancho’ de incidencia. Por ello todo es posible. Desde apoyar a líderes políticos anti-sistema, hasta terminar fortaleciendo opciones pro-sistema, pero con envolturas atractivas, en ambos casos, de soluciones de corto plazo; como dirían algunos líderes mundiales, en situaciones de crisis, como la actual, de lo único que se debería desconfiar es de las soluciones milagrosas, pero no es claro cuál será la reacción de electorados fuertemente golpeados anímica y económicamente.
Además tenemos la fragmentación de los actores políticos –lo que sólo favorece a caudillos que justamente no les gusta ningún tipo de control colectivo-; esto se expresa en la desconfianza en los partidos políticos –lo tradicionales y los nuevos, los de la derecha, el centro y la izquierda-. Eso es lo que explica la proliferación extrema de pre-candidatos de todas las tendencias y la dificultad que se está viendo de llegar a unas coaliciones o convergencias racionales. Tenemos sectores de la derecha política que pretenden mimetizarse con candidatos situados más cerca del centro político; antiguos mandatarios regionales y locales, que sobre el supuesto de contar con una experiencia administrativa, que es real, lo que tienen son supuestas o reales caudas electorales y buscan jugar fuerte en la escogencia del candidato presidencial. En el espacio de la izquierda, está la búsqueda de sumar una serie de liderazgos políticos y sociales, con grandes credenciales pero con escaso aparato político para lograr incidir en la movilización de los votantes. En el centro político, tenemos igualmente un abigarrado grupo de líderes y lideresas políticas, haciendo el esfuerzo de construir convergencias o coaliciones, pero sin la certeza de qué tan sólidas van a ser las mismas y que tan grande será el compromiso de todos los que no sean seleccionados para apoyar y trabajar por el candidato seleccionado. Ojalá llegáramos a tener tres o cuatro coaliciones electorales reflejando las distintas posiciones del abanico político. Pero no va a ser tarea fácil.
Y luego esos tres o cuatro candidatos se enfrentaran a tratar de convencer a un electorado escéptico, cargado de problemas y angustias, que es muy difícil saber qué actitudes asumirán. Algunos creen que pueden basarse en resultados del pasado (?), otros confiar en los miedos que puedan estimular (?), los de más allá en las buenas expectativas capaces de generar (?).