Llegué por primera vez a los claustros de la Universidad Nacional de Colombia en el mes de noviembre del año de 1962, acompañado de mi padre. Venía a presentar el examen de admisión requerido para poder ingresar a su emblemática facultad de Medicina. La cafetería central era un hervidero de jóvenes universitarios que en corrillos discutían en voz alta la razón y la necesidad de la revolución colombiana. Me impactó el ambiente libertario que llenaba todos los espacios. Esos jóvenes barbudos algunos, con el pelo largo, otros, disertaban con un profundo conocimiento acerca de cómo construir una nueva nación sin injusticias y donde la Universidad debía ser su educadora y su guía en la materialización de tan nobles propósitos. En verdad, me sentía como en las bellas páginas del fascinante libro de Germán Arciniegas “El Estudiante de la Mesa Redonda”.
Y no era para menos, la Universidad Nacional venia de unas luchas frontales y a muerte contra la dictadura de Rojas Pinilla, que sin la menor consideración había masacrado a sus estudiantes. Primero, cayó dentro del campus universitario el estudiante de medicina Uriel Gutiérrez y el día siguiente, cuando los jóvenes marcharon hasta la Plaza de Bolívar pidiendo justicia, un batallón del ejército que venía de haber combatido en Corea, desaseguró sus rifles y masacró a más de una docena de estudiantes, que marchaban al frente de la manifestación. La rosa roja de la juventud colombiana entregaba su sangre en el altar de la patria para que a las próximas generaciones no les arrebataran la risa ni la libertad.
Caído el dictador, surgió de las conversaciones de Alberto Lleras Camargo, jefe liberal y Laureano Gómez, expresidente conservador, el Frente Nacional. Ellos pensaron que dándoles a los estudiantes las “Residencias 10 de mayo” con eso pagaban la cuota de sangre puesta por los estudiantes, y hasta allá fue Alberto Lleras Camargo para decirles cuanto les agradecía Colombia por haber sido la fuerza contundente que dio al traste con la dictadura; pero se equivocaba de cabo a rabo. Los jóvenes universitarios de la Nacional lo que pedían y esperaban era un proyecto de Nación amplio, generoso, solidario, equitativo, justo e incluyente y eso era lo que no quería dar y no dio nunca el Frente Nacional.
En el año de 1959 con el triunfo de la revolución Cubana las luchas de la Universidad Nacional vuelven a coger fuerza y aparecen nuevos movimientos revolucionarios en las calles bogotanas que querían repetir el sueño dorado de Fidel y sus barbudos de la Sierra Maestra. Son los tiempos de Antonio Larrota con el MOEC, convocando a la insurrección. Posteriormente, cae asesinado por el tenebroso bandolero “Aguililla” en los límites de Tierra Adentro, Cauca. Pero ya la semilla de la insurrección había germinado en los claustros universitarios que esperaban ansiosos la llegada de su capellán y profesor universitario Camilo Torres Restrepo.
Camilo llega con ese ímpetu vital que siempre lo acompañaba y se articula muy rápidamente con los universitarios, ansiosos por construir una nación diferente. Con su paso acelerado y consciente que los problemas y las dificultades no daban espera asume con los profesores Fals Borda y Umaña Luna la fundación de la facultad de sociología, impulsado por la necesidad de tener profesionales que le ayuden al país a comprender sus dificultades y a proyectar su nuevo futuro. Pero su entusiasmo desbordado no da espera, muy pronto asume la realización de su sueño, que ya era el de los universitarios de la Nacional, un sueño político basado en el amor cristiano, un sueño de reforma agraria y urbana, de techo para todos los colombianos, de educación y salud. Las viejas estructuras de la Iglesia intentan cerrarle el paso, es inútil. El Estado colombiano obsoleto, paquidérmico, conservador, intenta detenerlo, colocarlo entre rejas, aprisionarlo, es inútil. Camilo es la nueva fuerza redentora y la Universidad Nacional intenta infructuosamente seguirle, pero no puede, no lo alcanza y él marcha solo al holocausto, a donde deben llegar los mártires y los héroes.
La Universidad se resiente y en medio del dolor busca caminos para asimilar el duro golpe. Vuelve los ojos a su interior y multiplica los esfuerzos académicos para que las jóvenes generaciones en las diversas facultades, acrecienten sus compromisos con el estudio y la preparación intelectual, conscientes del desafío de entregar lo mejor a su pueblo y nación y merecer para su alma mater, la alta distinción de ser la mejor de Colombia.
El 22 se septiembre pasado le celebramos a la Universidad Nacional 150 años de feliz y fructífera existencia. Ella ha latido al unísono de las más profundas aspiraciones de nuestra sociedad. Ella lleva el paso sincrónico de nuestro pueblo en la búsqueda ansiosa por la construcción de un país en Paz y con justicia social.
Yo, como producto de sus genuinas entrañas, me inclino respetuoso ante su nombre, musitando una plegaria por los que fueron sus hijos y son polvo ya.