Lo paz, lo que así denominamos en el país que es la terminación de los conflictos armados con las agrupaciones ilegales a las que se les reconoce un contenido político en su accionar violento, sigue estando de malas. No se puede lograr. Lo que quiere decir que los colombianos seguimos pagando el pato de una guerra cruel, prolongadísima, insensata, ruinosa, sin que exista ninguna posibilidad de triunfo revolucionario, ni tampoco la perspectiva de que el Estado le pueda poner fin, al menos en un mediano plazo, con las armas que puede utilizar legalmente.
Hace años dijo Lucho Garzón que en alguna época “era más fácil hacer una guerrilla que un sindicato”. Nada más cierto. Por fortuna, con la inmensa mayoría de esas agrupaciones se lograron acuerdos para que los insurrectos dejaran las armas y se incorporaran a la vida ordinaria de los colombianos. Eso, salvo excepciones, se hizo con éxito, al que contribuyó un amplio propósito reformista cuya mayor expresión fue la Constitución de 1991. Quedaron pendientes los acuerdos con la Farc y con el Eln.
Con las Farc firmó un Acuerdo de paz el Presidente Santos, en nombre del Estado y de la sociedad, el cual fue aprobado por el Congreso Nacional y reconocido por la Corte Constitucional. Los guerrilleros entregaron armas y se incorporaron a la vida civil, lo que constituyó un ejemplar precedente en la historia nacional. Los convenios se comenzaron a cumplir, disminuyó la violencia, se modificaron leyes, fue creada la Justicia Especial para la Paz, y avanzamos en concordia y en integración nacional. Pero en este proceso resultó cierto aquello de que “nunca hay felicidad completa”.
No me enredo en reflexionar sobre los amigos y los enemigos de la paz. Registro el clima de preocupaciones sobre la culminación exitosa del proceso. Estoy seguro de que el pueblo quiere un trámite y un final adecuados; el Congreso lo apoya ampliamente; creo en la sinceridad del Presidente Duque, en su formación demócrata y en su vocación de paz, y en que la comunidad fariana aprecia los resultados alcanzados. Pero hay problemas por resolver, inquietudes qué tramitar y falta reagrupar a los jefes exguerrilleros.
Hay que hacer enormes esfuerzos para mejorar el proceso, unirlo, resolver las dificultades. Hacer la paz es muy trabajoso, mucho más que hacer la guerra, pero no podemos ser tan zoquetes ni tan irresponsables de abandonar lo logrado. Gobierno, Congreso, partidos políticos y pueblo tenemos la obligación de sacarlo adelante.
También toca conversar con los elenos, quienes deben aportar en la suspensión de violencia y hostilidades para que el Presidente Duque ordene a los suyos volver a la mesa. Si no se conversa nunca habrá soluciones. Sería una desgracia para autoridades y comunidad mantener una guerra prolongada sangrienta y costosa, y una tozudez inexplicable y políticamente incorrecta de la guerrilla seguir su lucha de 44 años sin posibilidades de éxito, en cambio de ayudar en democracia a que se den las transformaciones que Colombia necesita.