Como la inmensa mayoría de los colombianos, rechacé verticalmente, con indignación, el criminal atentado de los elenos contra la Escuela de Cadetes de la Policía Nacional. Irracional, absurdo. Fue un ataque artero, premeditado, cobarde, contra un Centro de formación para jóvenes que por tal razón no estaba ni equipado ni preparado para la guerra. Sabían los atacantes que no se les pondría resistencia y aprovecharon al máximo las notables fallas de seguridad que a buen seguro habían detectado con elementales gestiones de inteligencia.
Lo monstruoso del acto no excusa la inseguridad del lugar ni la ausencia de un elemental esquema protectivo, dada la importancia y lo que representa la Escuela de Cadetes. Inexcusable y censurable en una Institución tan valiosa encargada de velar por la seguridad de los Colombianos. No cometeré el error de echarle la culpa a la Policía, con la que manifiesto absoluta solidaridad. La única responsable es la guerrilla que planeó y cometió el atentado, pero este hecho tan miserable, debe servir para alertar a las fuerzas de seguridad del Estado, que son objetivos de primer orden en quienes desean destruir al País. La ingenuidad ni la confianza caben en la guerra.
Clemenceau dijo que “la guerra es un asunto demasiado serio para dejarlo solo en manos de los militares”. Es lo que pasa con los elenos. Tienen las mismas estructuras militares de hace 40 o 50 años, viven ensimismados en una lucha irreal pensando que el pueblo está al borde de la insurrección y creen todavía que las relaciones con el Estado se mueven a punta de cañonazos. Consideran aún que el pueblo aplaude la violencia y que entre más fuerte y más osada, más rápido doblegarán a las autoridades. Están totalmente desenfocados, lejos de la realidad. El pueblo censura estas agresiones y desprecia a sus autores.
No cometeré el error de hacer la apología de la guerra. Las autoridades deben brindar seguridad a la comunidad y perseguir a los delincuentes. No es cierto que necesiten autorizaciones especiales para ir contra los delincuentes, se llamen guerrilla o grupos criminales. Cuando sean atacados o deban impedir una catástrofe criminal, pueden utilizar las armas para vencer a los villanos. No puede ser cierto lo del “temor a los derechos humanos”; lo que ocurre es que deben obrar legítimamente, sin perjudicar a la población inocente, sin hacer escarnio de los vencidos ni trampear para inventarse víctimas.
La posibilidad de acuerdos con los que tradicionalmente han argumentado pretextos sociales debe mantenerse, ahora o después. Tenemos ejemplos cercanos de que más vale “un mal arreglo que un buen pleito”. Quien quita que los elenos pongan las botas sobre la tierra, reconozcan que ya se les pasó el tiempo, que no hay salida apropiada distinta a los acuerdos, y que más allá de su pequeña base social el pueblo los repudia. La gente quiere soluciones personales y comunitarias, anhela más democracia, reclama bienestar con justicia, pero no así. Pasó la época de las balas. Pasaron 54 años. No más.