Hace unas semanas en alguna discusión en redes sociales, algunos perfiles me llamaron «evangélico»; y según el contexto y las formas en que se expresaban cuando me lo decían, era obvio que me lo decían en un sentido despectivo y condenatorio y peyorativo.
En mi perfil público de Twitter me presento como «Protestante/Evangélico-Luterano» y es la primera vez en tantos años, en esa red social, que alguien emplea la descripción de una parte tan importante de mi vida como lo es mi decisión político-religiosa, como una expresión con fuertes tufos a burla, menosprecio, desaprobación u ofensa y lo más particular del caso es que uno de esos perfiles es de alguien que apoya al llamado centro político y es antipetrista-pro Coalición de la Esperanza y otro perfil es de alguien que apoya a la llamada izquierda-centro y es antiuribista-pro Pacto Histórico.
Al parecer, para ambos perfiles, ser evangélico es de personas tontas, pobres e ignorantes que, por no tener más opción, deciden creer en un Dios que, para ellos en sus encumbradas posturas éticas, es una deidad aburrida, conservadora y antiliberal.
En eso coinciden los ateos y agnósticos con los católicos de este país: en que creen que nosotros los que creemos en el Evangelio de Jesús, en esa nueva noticia que nos supone el contenido del llamado Credo de los Apóstoles, que se reza por igual en todas las denominaciones evangélicas y católicas, somos locos, por creer que la fe en una Divinidad le aporta un poco más de sentido a la vida, por creer que la gracia divina nos salva de nosotros mismos, por creer que en la Biblia, esa colección de textos antiguos que dan testimonio de una fe milenaria de pueblos nómadas y perseguidos por sus creencias y en lo que en ella se nos revela, tenemos alguna forma de esperanza en medio de tanta desidia e injusticia humana.
No se va a negar la existencia de cristianos evangélicos muy cercanos al ultramontanismo católico, los cuales son patriarcales, misóginos, radicalistas y facistoides, porque en últimas, ellos también son fruto del fundamentalismo ideológico que ha acompañado desde siempre a la humanidad y que nos ha arrastrado en múltiples ocasiones y lugares al radicalismo y a la violencia.
Esos cristianos, que hacen parte del llamado movimiento (que no lleva más de un siglo de existencia), nacido en tierras estadounidenses que con sus doctrinas conversionistas y biblicistas tienen una estricta y sectaria forma de relación con el prójimo, no son los únicos que pueden llamarse a sí mismos evangélicos.
No todos los cristianos conservadores son evangélicos ni todos los evangélicos son cristianos conservadores. Esa es una diferencia que hay que dejar muy clara.
Hace 500 años, Martín Lutero se refería a la Iglesia evangélica para distinguirla de la Iglesia católica, y bajo ese concepto con el tiempo, se englobó a todas aquellas organizaciones cristianas herederas o coherederas del proceso de Reforma iniciado en la víspera del Día de Todos los Santos de 1517 con la publicación de la Disputatio pro declaratione virtutis indulgentiarum Disputa acerca de la determinación del valor de las indulgencias, las famosas 95 tesis que Lutero clavó en la Iglesia del Palacio de Wittenberg, Alemania.
De hecho, la institución formal de la Iglesia protestante en Alemania, heredera directa de la acción de Lutero aunque fragmentada por la dictadura nacionalsocialista en su momento, se denomina hoy por hoy, Iglesia evangélica en Alemania, EKD por sus siglas en alemán.
Que actualmente dentro de las minorías cristianas evangélicas, algunas organizaciones eclesiales en Latinoamérica, un continente mayoritariamente católico, sean antiliberales en un sentido amplio, proclives a la teocracia, antiderechos y amantes del poder temporal, tal y como lo era la Iglesia católica europea que Lutero combatió hace cinco siglos, se convierte no solo en una paradoja, ya que la libertad es un concepto central en el mensaje del evangelio que los reformadores alzaron como bandera, sino que encarna un verdadero desafío para todo el movimiento evangélico-protestante-reformado latinoamericano, pues, por una parte, se necesita resignificar el concepto de «ser evangélico», rescatándolo de, por momentos, tenebrosas manos de los fundamentalistas y radicales y enseñarle a la sociedad secular y secularizada que ser evangélico no es sinónimo de ignorancia, de rancidez o de oscurantismo, sino que el evangelio de Jesús es un mensaje de esperanza, de fe, de fraternidad y, que ser evangélico es una profesión de fe y de acción por la justicia de género, la justicia climática, la diversidad sexual y de género, el pluriculturalismo y la solidaridad.
Sí, soy cristiano evangélico, protestante, orgullosamente luterano.
No me avergüenzo del Evangelio, de la buena noticia, consistente en la potencia de la Divinidad, en el poder de Dios, que genera un proceso de liberación desde adentro del ser humano, un proceso de liberación de los cargos de conciencia, de la maldad inherente a la humanidad, a todo aquel que cree, no solo en el mensaje y el ejemplo de Jesús de Nazaret, sino al que cree que ese Jesús es el ungido de la Divinidad, el Cristo encargado de traer esa noticia a nuestra realidad.