El breve mensaje que me envió el escritor y poeta sucreño, Cristo García Tapias rompió las fibras de mi corazón: “Acaba de morir en Bogotá Roberto Burgos Cantor”, decía. Una nube larga y densa de recuerdos se juntaron, atropelladamente, en mi cerebro. Busqué donde sentarme, ya que el impacto de la dramática noticia había comprometido todo mi cuerpo.
Superado el golpe del sentimiento inicial, mi memoria comenzó la laboriosa tarea de situar el tiempo y el lugar donde nos habíamos conocido. Si no estoy confundido fue en el campus de la Universidad Nacional de Colombia, en los dolorosos años de 1966, después de la dramática muerte en combate del valiente capellán y maestro Camilo Torres Restrepo. Mucho analizamos el porqué de tan desdichado momento que le cortaba el aire a la naciente Revolución colombiana. Los rostros juveniles expresaban el estupor y la angustia que dejaba el vacío del admirado maestro, ya inexorablemente ausente de la lucha, que él había convocado. De los rostros que recuerdo, entre la bruma de los años transcurridos, sobresalen: Gerardo Rivas (fallecido) que compartía ilusiones literarias con Roberto, Santiago Aristizábal, su compañero fiel de banco universitario en la facultad de Derecho y Mario Flórez, su cuate en las largas tertulias políticas de la Cafetería Central.
Vivió escapado del Derecho, lo mismo que Gabo. Su imaginación sobrevivía gracias a las lecturas incansables que hacía de Cortázar, Lenin, Marx y Althusser, pero consciente de su responsabilidad estudiantil, cuando llegaban los feroces exámenes de Derecho Civil, no tenía ningún problema en encuevarse a estudiar con sus íntimos amigos, día y noche, por semanas enteras, de donde salía sabiendo tanto como sus mismos maestros y ganando con solvencia las pruebas académicas.
Fueron muchas las tardes en el campus universitario en que nos sorprendió la noche en nuestras conversaciones y disquisiciones políticas. Éramos jóvenes y las ideas del poder y la forma de acceder a él, para resolver tantos problemas de nuestros pueblos olvidados, eran tareas inaplazables que asumíamos con energía y vehemencia. Así se nos fueron esos magníficos años y vino la confrontación real y dura con la vida.
Nos volvimos a ver en Viena (Austria) en el año de 1996, en el V Encuentro de escritores Latinoamericanos que se celebró en el Instituto Austriaco para América Latina. A este encuentro asistieron, entre otros, los escritores Héctor Abad Faciolince y Santiago Gamboa. En ese momento Roberto Burgos se desempeñaba como cónsul de Colombia en Austria, mientras yo era Embajador de Colombia en Hungría. Al unísono en el tiempo, realizamos en Budapest, Hungría, el II Encuentro con autores húngaros, destinado a profundizar las relaciones culturales entre ambos países. Allí se analizó la obra narrativa de Roberto Burgos Cantor y la reconstrucción poética de Cartagena.
De regreso al país cada uno asumió sus tareas específicas. Roberto se sumergió aún más profundo, buscando las raíces de sus propios ancestros, para escribir su novela más emblemática, que lo proyectó al mundo de la novelística universal, titulada “La ceiba de la memoria”, ganadora del Premio de Narrativa Casa de las Américas 2009 y finalista del Premio Rómulo Gallegos, 2010. La crítica ha dicho que es un “alegato contemporáneo contra la esclavitud, el abuso de poder, la discriminación y la intolerancia”. Posteriormente, vino su escrito “Ver lo que veo” con el que cerraba un circulo prolífico de producción artística y que le mereció ser ganador del Premio Nacional de Novela, 2018.
Su profunda amistad y sencillez congregó a decenas de amigos, a quienes no veíamos hacia buena parte de tiempo, que presurosos y tristes fuimos a darle nuestra postrera despedida, en la iglesia bogotana del Espíritu Santo. Allí estábamos los de ese grupo juvenil que acompañamos a Camilo Torres Restrepo y hoy nos reunía la despedida inexorable del amigo. A lo lejos, alcance a ver a José Fernando Isaza y a Alberto Orozco, amigos desde esos tiempos. En una de las columnas de la iglesia, cerca de la salida, vi de nuevo a Arístides Galván quien conversaba con sus amigos de “Comarca”, Javier Jaramillo y Álvaro Sierra “Tesito”, quienes habían venido desde Cartagena para darle el testimonio final de su amistad. Como acompañándonos todos, ante la ausencia definitiva de Roberto, me topé con el escritor tolimense Jorge Eliecer Pardo y Carlos Bula Camacho, su Embajador amigo en Viena, Austria.
Al final, junto con sus hijos, Santiago Aristizábal y Arnulfo Julio ayudaban a colocar el féretro en el carro mortuorio. Me acerque hasta él y coloque mi mano izquierda sobre el féretro, musitando: Hasta Siempre Compañero del alma.