Ella, medio indiana, mayor que él, con una hija fruto de una relación anterior, su medio hermano por parte de su papá, que la reconocía, pero que no le había dado su apellido por la fiereza de su mamá, era dirigente del partido de Gobierno.
El, medio mestizo a pesar de su apellido indiano, era joven, comerciante de plátano, sin ser el mayor, era un líder en su familia, fiel seguidor de un Doctor que había sido Alcalde de Bogotá y que había perdido las elecciones a Presidencia en 1946, de quien tenía un cuadro gigante con su imagen en la sala de la casa donde vivían con su papá, su mamá, sus hermanos y su hermana.
Ella como su hermano, era goda; él, como su familia, era liberal.
Ella y él eran casados, tenían cuatro hijos.
El 10 de abril de 1948, con las noticias del asesinato del Negro, los militantes del Partido de Gobierno empezaron a hostigar a sus opositores con más fuerza e iban de casa en casa buscando liberales para golpearlos.
El niño, el segundo de los cuatro, empezó a llorar a gritos al ver la turba con machetes que revolcaba la casa buscando como locos no sólo a los hombres, sino evidencia de que allí vivían liberales; la enagua de su única tía sirvió para callarlo, mientras ella rezaba para que no les diera por levantar las esteras dónde había escondido el gigantesco cuadro que buscaban.
Que ella fuera la hermana de uno de los dirigentes del Partido de Gobierno en el pueblo, permitió que no fueran abusadas las mujeres y maltratados los niños, pero la suerte ya estaba echada: debían irse.
El, se adelantó. Toda la familia, ella, sus tres hijas y su hijo llorón, su hermana la menor, sus padres, sus hermanos, se radicarían en Girardot, tierra de liberales dónde comerciaban y los conocían.
Ella, tuvo que dejar a su hija mayor en cuidado de su mamá. Ambas se quedaron, resguardadas por el color del partido de su madre.
La vida familiar, se partió en dos.
Con el tiempo, los nietos verían con gracia y humor la travesía que significó huir.
Se reirían al recordar que a dos de los hermanos de él, les tocó vestirse con la ropa de su mamá y su hermana para hacerse pasar por mujeres y así acompañarlas en el tren donde solo dejaban subir mujeres y niños. Por siempre serían la Señorita Concepción y la Señorita Purificación.
Se asombrarían al saber que los demás, iban con los enseres familiares montados en guaduas, que amarradas a plantas de plátano, flotaban en el Rio Magdalena dónde navegaban de noche para evitar que durante el día los vieran.
Olvidarían que la niña menor de ellos murió por disentería poco después de llegar a Girardot, gracias a que sólo bebían agua cruda del río.
Como este, estoy seguro de que existen miles de relatos de familias que como la de mi madre, fueron desplazadas luego de que hace 70 años la violencia bipartidista alcanzara su pico con el asesinato de Jorge Eliecer Gaitán Ayala, Director Nacional del Partido Liberal Colombiano, violencia que con visos de guerra civil, se volvería guerra anticomunista gracias al periodo de la Guerra Fría y que con la llegada de los “mágicos”, se volvería lucha antinarcoterrorista.
La invitación entonces es que este 9 de abril, en algún momento del día, hagamos un minuto de reflexión, elevemos un plegaria o recordemos a nuestros familiares, como un acto en honor a los millones de víctimas de la violencia política que desde 1946 ha vivido el país, victimas que en muchos casos como en el de mi familia, jamás podrán ser reparadas porque victimas y victimarios ya murieron, prescribieron los delitos o simplemente, nunca podrán hacer un duelo en una tumba con los restos de los cuerpos que se comieron los animales en ríos, selvas y montañas.
70 años después, lo único que podemos hacer los descendientes y los sobrevivientes de las guerras colombianas del siglo XX, es mantener viva la memoria de los que ya no están y no permitir que la violencia política regrese al país a través de un Gobierno que quiera hacer trizas los Acuerdos del Teatro Colón.