¿Puede la corrupción conducir a una crisis?

Opinión Por

El obispo de Florencia, Caquetá, monseñor Mejía, presentó en las redes sociales un interesante aserto: “La crisis de hoy no es política, ni económica, es una crisis moral y ética”. La frase es lapidaria pero parece decir: primero, que hay una crisis; segundo, tal vez se refiere a una crisis en el caso nacional colombiano, aunque no es taxativo; y tercero, que la crisis es, en lo fundamental, moral y ética. Veamos por partes: concuerdo en que en el ámbito nacional no vivimos una crisis económica aunque sí una desaceleración, aunque para el 8.7% de colombianos desempleados la situación es crítica y difícil para el 47,7% que son trabajadores por cuenta propia o sin remuneración, pero para los negocios en general es soportable. Este año la economía crecerá el 1,6% según el Banco de la República. Si el pastor se refiere a la economía mundial, también es cierto que aunque no ha habido plena recuperación en Europa, y China muestra desaceleración, la economía estadounidense tiene prácticamente pleno empleo. ¡Envidiable!

En el ámbito político nacional hay una caída de la imagen del presidente Santos, acompañada de amago de disidencia del Vargasllerismo y de un sector de los conservadores. La posible ruptura en el bloque parlamentario oficialista puede conducir a impedir los desarrollos legislativos pactados para cumplir el Acuerdo Final con las FARC, lo cual sería gravísimo para el proceso de paz y conduciría a que las elecciones presidenciales de 2018 se constituyan en un nuevo plebiscito, como es la estrategia del uribismo. Pero concuerdo de nuevo con el pastor caqueteño en que esa no sería una crisis de gobernabilidad de corto plazo. Puede incubar una crisis a mediano o largo plazo.

El punto es entonces si estamos ante una “crisis moral y ética”. Asumo que una condición de crisis es aquella en que el funcionamiento sistémico ya no es viable y aparecen fuerzas capaces de imponer un cambio, o al menos amenazan, con razonable poder, el funcionamiento sistémico prevaleciente, en este caso en el orden moral y ético.

Pero ¿cuál es el orden moral y ético en cuestión? Tal vez ¿el derivado de la economía de mercado, la libre competencia, la desregulación de los mercados, las privatizaciones, la “regla fiscal”, los TLCs, la “confianza inversionista”, esto es, la garantía de privilegios a las empresas multinacionales mineras y petroleras, en suma el modelo social y productivo prevaleciente? Me temo que ese orden moral y ético no está en cuestión. Al menos uribismos, santismo y vargasllerismo son defensores acérrimos del mismo y las tendencias de izquierda contestataria no parecen con capacidad de amenazarlo.

Entonces nos queda, para concretar el aserto del Obispo del Sur, limitar la crisis a la posible saturación de la opinión pública, entre ella las iglesias, con los eventos conocidos de corrupción destapados por la justicia estadounidense y que alcanzan los altos órganos del poder Ejecutivo, Legislativo, Judicial, y un ente de control como la Fiscalía General de la Nación. Pero, ¿se trata de una crisis, como la hemos definido antes? ¿Es realmente la corrupción de las altas dignidades un hecho nuevo emergente? Ese hecho ¿pone en cuestión el funcionamiento sistémico de las instituciones nacionales? ¿Cuáles son los actores sociales que están proponiendo alternativas sustitutivas creíbles al reinado de la corrupción y el familismo amoral?

Hay que reconocer, con algo de cinismo, que lo único nuevo aquí es la acción de la justicia norteamericana. La corrupción opera de forma sistémica en Colombia, en sus “justas proporciones”, desde tiempos inmemoriales. Los escándalos de corrupción se suceden con los escándalos de impunidad y el modelo funciona de forma eficiente, aceitado con el clientelismo, la complicidad de los medios de comunicación (con importantes excepciones, hay que reconocerlo) y la pasividad política de las grandes masas absortas en el mesianismo y la telebobería.

El Procurador Carrillo, a propósito de Venezuela, ha llamado la atención sobre el hecho que la corrupción puede tumbar las dictaduras como la de Pinochet y la de Fujimori. Habría que agregar que también puede tumbar “democracias”, como en el caso de Collor de Mello en Brasil y más reciente al presidente Pérez Molina de Guatemala, que está en la cárcel con su hijo y su hermano. Pero se caen los gobiernos, no el sistema de corrupción.

Ahora bien, si monseñor Mejía tiene razón, y espero que la tenga, pronto veremos inmensas movilizaciones de masas pidiendo la renuncia de todos los corruptos, la cárcel y la expropiación de sus bienes, y la instauración de una reforma política de verdad donde los bienes comunes, los de todos, sean sagrados y los pillos sean escarmentados como criminales. Pero no tengo el optimismo eclesiástico: el 4 de agosto pasado me tropecé en el Aeropuerto El Dorado con uno de esos criminales, el exministro de Defensa Fernando Botero, muy orondo y perfumado, paseando la ciudad. Quise detenerlo, llamar a la Policía, gritarle ladrón, ladrón, ladrón ¡Cójanlo! Pero no. Terminé poniendo un Tweet con una carita fea: “Acabo de ver a Fernando Botero ¿No tiene orden de captura?”. Si monseñor y yo solo nos encontramos en las redes sociales, pues no habrá crisis, o mejor, no habrá solución a la crisis ética y moral. Pero me complace que la Iglesia esté actuando, como hacen los obispos del Norte, de Canadá, véanlo:
https://www.mensaje.cl/carta-de-los-obispos-de-canada-sobre-las-companias-mineras-que-operan-principalmente-en-america-latina/

Magíster en Economía de la Universidade Estadual De Campinas, y en Impactos Territoriales de la Globalización de la Universidad Internacional de Andalucía. Exdirector del Instituto para la Economía Social y Exsecretario de Desarrollo Económico.