Consciente del impacto que iba a generar mi columna anterior titulada “La violencia como marcador genético», me preparé anímicamente para responder a las múltiples reacciones, que un título de esta naturaleza desata en cualquier sociedad y con mayor razón en la colombiana.
Las respuestas fueron múltiples. Desde la identificación con las investigaciones que adelantó, en su momento, el profesor de la Universidad Nacional Emilio Yunis, el gran genetista colombiano, así como importantes bibliografías recomendadas, donde sobresalen la del profesor de Berkeley, John Searle “Creando el mundo social. La estructura de la civilización humana”, Paidós, 2014; la de Antonio Damasio “Y el cerebro creó al hombre”, ediciones Destino. 2010, que valoran la palabra, el lenguaje como clave del proceso. Hasta inquietudes importantes que dicen:“me hace recordar la tesis de Lombroso respecto del scelestus est homo, rebatida muy a fondo en la criminología y el derecho penal”.
Debo reconocer que una parte importante de la audiencia, consideró valida la tesis de abrir el análisis y la discusión acerca de la influencia de marcadores genéticos en la vocación sistemática y frecuente de la sociedad colombiana de recurrir a la agresión y la violencia, antes que, al manejo respetuoso y racional de los conflictos, tal como lo hacen una serie de culturas ancestrales, donde la forma del conflicto violento ni siquiera esta referenciado o descrito.
Una de las reacciones más significativas se expresó, así: “Interesantísima distinción entre la inteligencia emocional y la racional y además sus consecuencias en la conducta del individuo. ¿Será que somos violentos por información genética?”.
Quiero aclarar, en aras de una buena investigación científica, que no estamos planteando la situación definitiva y concluyente al decir que seríamos violentos por información genética, si no, lo que decimos es que en nuestro complejo código genético, donde entran infinidad de marcadores genéticos que determinan lo físico, lo endocrinológico, lo fisiológico, lo ético, las inteligencias múltiples y las inclinaciones religiosas, entrarían también marcadores genéticos que determinan una vocación o inclinación que nos lleva a resolver nuestros conflictos con agresividad y violencia.
La mayoría de los analistas que respondieron y se identificaron con este esfuerzo son juiciosos lectores de obras referentes a la Inteligencia emocional y a la estructura cerebral quienes reconocen los significativos aportes de las investigaciones de los neurocientíficos Joseph LeDoux y Antonio Damasio acerca de la vigencia de lo subliminal o emocional, que tiene su asiento en la amígdala cerebelosa y que determina parte fundamental de nuestra vida.
Es válido recordar que hace más de cincuenta años fue el neurólogo Paul Mclean quien presentó la tesis de que el sistema límbico es el asiento cerebral de las emociones. “En los últimos años, las investigaciones de LeDoux han pulido el concepto de sistema límbico, demostrando que estructuras como el hipocampo no están directamente involucradas en la respuesta emocional, mientras que los circuitos que vinculan a la amígdala cerebelosa con otras regiones del cerebro, especialmente los lóbulos prefrontales, desempeñan un papel mucho más decisivo”. (1) Inteligencia Emocional. Daniel Goleman. Editorial Kairós.
El punto nodal de esta investigación académica descansa sobre lo que estos investigadores descubrieron, “el secuestro emocional”. Ese es el momento en que el cerebro humano, supremo rector de todas nuestras actividades, cede sus más complejas decisiones y reacciones a la estructura emocional, que mantiene en ese momento secuestrada la mente racional.
Hay que agradecer al psicólogo y periodista, redactor científico del New York Times, haber encontrado los caminos que lo llevaron a establecer esa amistad tan profunda con Damasio y LeDoux, quienes con mucha generosidad le abrieron las puertas de sus investigaciones neurofisiológicas, para que él las pudiera contar a la humanidad, que hoy requiere, con urgencia, estos conocimientos para debelar tanta confusión que hemos arrastrado con los años.